Una cosa es que los taxistas hagan huelga ―están en su derecho― y otra muy diferente es que den por el saco a miles y miles de ciudadanos y a centenares de negocios que se han visto perjudicados por un conflicto que les es absolutamente ajeno. Cuando los de la CUP gritan que las calles serán siempre nuestras supongo que no pretenden que las calles sólo sean suyas, sino de todo el mundo. Así que tampoco de los taxistas.

El bloqueo de la ciudad de Barcelona por los coches amarillos y negros ha sido un hecho gravísimo, pero la culpa no la tienen los taxistas. Ellos luchan por sus intereses como quieren, como pueden o como se les permite. La gran paradoja ha sido la falta de autoridad de un estado caracterizado precisamente por su autoritarismo. Lo de la Gran Via este fin de semana sí que ha sido tumultuoso. Y violento. Pero como los taxistas no pedían la independencia de Catalunya, el gobierno español se lo ha mirado desde lejos, perplejo, como si la cosa no fuera con él. Y cuando el conflicto ha crecido más allá de Barcelona, entonces el Ejecutivo ha preguntado a los taxistas qué es lo que quieren y busca la manera de sacárselos de encima con la ayuda de los jueces.

Hombre, también sería una injusticia acusar a los taxistas barceloneses de rebelión, pero es obvio que han provocado desórdenes públicos más allá de lo que establece el derecho de huelga y el derecho de manifestación. Tampoco hay que pedir represión policial al grito de "¡A por ellos!"; pero sí, sí, el Estado, es decir, las administraciones, tienen la obligación de mantener el orden y de garantizar la libre circulación de las personas. Entiendo que sostener eso ahora cuando la represión está tan presente suena reaccionario, pero en un país democráticamente normal la gente no es perseguida por sus ideas, tiene derecho a la protesta, pero ningún colectivo, por legítimas que sean sus reivindicaciones, no tiene derecho a hacer pagar sus frustraciones en el resto de la sociedad. Eso vale para los taxistas pero, sobre todo, para los funcionarios y trabajadores del sector público, que en un conflicto laboral no tienen que tener miedo de la pérdida del puesto de trabajo ni de la continuidad de la empresa y saben que los políticos a los que piden aumento de sueldo no tienen que poner el dinero de su bolsillo.

Sería una injusticia acusar a los taxistas barceloneses de rebelión, pero han provocado desórdenes públicos más allá de lo que establece el derecho de huelga y manifestación

Sería, por supuesto, una burrada que los Mossos d'Esquadra entraran a cargar contra los conductores y sus vehículos. El problema es haber permitido que el conflicto llegara hasta donde ha llegado. El Estado ―las administraciones― tienen bastante poder disuasorio para evitar que las protestas se descontrolen, y más teniendo en cuenta que todo estaba anunciado y se conocían los precedentes. El conflicto de los taxistas con Uber ha estallado antes en las grandes ciudades de los Estados Unidos y de Europa: Seattle, Chicago, Houston, Boston, Washington, Nueva York... y también Londres, Berlín y París. Y, a pesar de las protestas, Uber ya funciona con normalidad en todas estas ciudades y seiscientas más después de que resoluciones judiciales han dado la razón a los promotores del nuevo sistema de transporte público.

Llegado a este punto entramos en el fondo de la cuestión. Los taxistas tienen razón cuando exigen igualdad de condiciones: licencia, impuestos, seguros, costes laborales, pero no pueden obstinarse en mantener el monopolio. La implantación de Uber y Airbnb y tantas alternativas comerciales propiciadas por los avances tecnológicos será inexorable y tendrán éxito hasta que unas nuevas, más modernas ―o más baratas― las conviertan en obsoletas. La batalla judicial ahora y aquí es entre el taxi y Uber, entre el negocio de pedir el taxi con el brazo levantado o a través de la red, pero donde Uber se ha consolidado, el conflicto en los tribunales es laboral. Los conductores empiezan como chóferes amateurs que trabajan por su cuenta, pero a continuación reclaman ser reconocidos como empleados en nómina y, generalmente, los tribunales de diferentes países les dan la razón.

Uber ha nacido como un invento muy moderno y exitoso, pero en 2016 perdió 3.000 millones de dólares y en 2017, 4.500 millones más. Así que también en este terreno todo está por hacer y todo es posible.