El hecho de que el Tribunal Supremo dé la razón a Carles Puigdemont en su recurso contra el intento de algunos miembros de la Junta Electoral de anular su candidatura a las elecciones europeas ha sido rápidamente utilizado por algunos comentaristas como prueba concluyente de que en España funciona la separación de poderes. Y eso, obviamente, con toda la intención de justificar la ofensiva penal contra el soberanismo que lleva a cabo la justicia española con una autoproclamada independencia del poder político y fingiendo respetar todas las garantías procesales.

Sin embargo, la instrucción del sumario del procés elaborada por el juez Llarena y el escrito de acusación de la fiscalía, calificando los hechos de rebelión armada para derribar el Estado, ha sido desacreditada por los juristas españoles de más prestigio y rechazada por el Tribunal de Schleswig-Holstein. La prolongación de la prisión preventiva de los acusados en contra de todas las jurisprudencias, contrasta con la generosidad con que se trata a los condenados de La Manada o al pederasta de los Maristas, lo que denota un sesgo que sólo puede tener un sentido político. Si añadimos la revelación del dirigente del PP Ignacio Cosidó señalando a Manuel Marchena como la persona adecuada para "controlar la Sala Segunda" cuesta creer en la imparcialidad política de los tribunales.

La politización de las instituciones del Estado, y en particular de los tribunales, es un hecho tan evidente que sólo hay que observar cómo los méritos políticos son y han sido los que determinan el ascenso profesional. Para no alargar demasiado, basta con señalar al presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, que progresó después de trabajar para los gobiernos de José María Aznar, que ha colocado jueces políticamente afines en lugares clave y que no hay forma de relevarlo a pesar de tener el mandato caducado, precisamente por falta de acuerdo político.

Hay suficientes evidencias que niegan la separación real de poderes, pero a veces la justicia funciona bien. Ahora España tiene la oportunidad de aprovechar la oportunidad de tener que dar salida a la situación de los electos presos para hacer una demostración de talante democrático sin que parezca una rectificación

Dicho esto, sin embargo, también hay que reconocer que este poder judicial tan sesgado es el que ha encarcelado políticos corruptos del PP como Rodrigo Rato, Eduardo Zaplana o Ignacio González y no ha procesado pero ha forzado una declaración de Mariano Rajoy ante un tribunal que fue el preámbulo de su defenestración política.

Así pues, no se puede afirmar que todo es blanco o negro. Cuando estudiaba matemáticas, el profesor Lizarraga, un gran tipo, nos advertía que una proposición podía ser verdadera o falsa pero no las dos cosas a la vez. Nos ponía el siguiente ejemplo. "Si decimos que todos los coches de un garaje son de color negro y sale un coche de color negro, no nos confirma definitivamente la afirmación, pero si sale uno blanco nos la refuta definitivamente". Pues resulta que la justicia española desafía la lógica matemática, porque hay suficientes evidencias que niegan la separación real de poderes y también lo contrario: a veces funciona y funciona bien.

Precisamente porque a veces funciona bien, los abogados de Carles Puigdemont y los defensores de los presos políticos no pierden la fe ni la ocasión de presentar recursos y alegaciones ante los tribunales españoles buscando en primer lugar que les den la razón y en segundo término cargarse de razones ante la justicia europea.

Por intereses políticos, ideológicos y, sobre todo, de estrategia partidista, el Gobierno de Mariano Rajoy decidió trasladar al ámbito judicial el conflicto político con Catalunya buscando la destrucción del adversario. Esto lo ha complicado todo y ahora empiezan a darse cuenta de que el planteamiento penal se convertirá el principal quebradero de cabeza del Estado. Paradójicamente, la batalla jurídica de los defensores de los presos independentistas ha convertido en un combate en defensa de la democracia española.

Ahora veremos qué pasa con el derecho de representación política de los diputados y el senador electos y del millón largo de personas que votaron a unos y otros. Tome la decisión que tome el Tribunal Supremo, será un lío político enorme que sólo perjudicará la credibilidad democrática de España, por muchos cursillos que organice Josep Borrell con los diplomáticos. Pero ahora también es cierto que España tiene la oportunidad de aprovechar la ocasión de tener que dar salida a la situación de los presos electos para hacer una demostración de talante democrático sin que parezca una rectificación ni una tragada de sapos y reconducir el conflicto para desactivarlo. Claro que para ello hace falta inteligencia y coraje político.