En una semana han trascendido suficientes escándalos como para confirmar que en España se ha producido un progresivo cambio de régimen, de facto un golpe de estado diacrónico que ha pervertido el espíritu constitucional del 78 para restringir derechos y libertades conquistados y que parecían irreversibles. El problema es que la involución no ha hecho más que empezar, ha venido para quedarse y no se observan resistencias suficientes como para detener al monstruo.

Se ha confirmado que el gobierno español bajo la presidencia de Mariano Rajoy organizó un cuerpo de policía política, maldenominada patriótica y sufragada con fondos públicos reservados, que tenía por misión espiar a adversarios políticos y construir historias falsas para desacreditarlos. Por mucho menos, Richard Nixon tuvo que renunciar a la presidencia de Estados Unidos, pero, de momento, aquí todo es impune.

La guerra sucia del Estado tiene mucho que ver con el relato de la insurrección violenta en Catalunya tal como puso de manifiesto el propio comisario Villarejo. El juicio al procés ofrece cada día más evidencias de connivencia organizada entre los acusadores y sus testigos. El Tribunal Supremo y su presidente ya no disimulan su parcialidad, como intentaron al principio de la vista.

El Ayuntamiento de Barcelona coloca una placa en la Via Laietana en recuerdo de las víctimas de torturas policiales durante el franquismo, y los policías de ahora se dan por aludidos, el atril desaparece a las pocas horas y el ministro del Interior de un gobierno pretendidamente socialista y democrático se permite amonestar a la alcaldesa por su atrevimiento.

La Junta Electoral Central prohíbe todo lo que pueda sugerir el color amarillo, la fiscalía continúa la persecución de los disidentes e incluso dicta a los periodistas de unos medios sí y otros no criterios informativos restrictivos con la libertad de expresión y el derecho a la información.

Senadores franceses expresan su preocupación por la regresión democrática de España y la prensa oficialista reacciona con el mismo tono que los "actos de desagravio" que la prensa adicta dedicaba a Franco hace 50 años "contra la injerencia extranjera".

Y, por supuesto, cuando el ministro Borrell viaja a Europa y le preguntan qué está pasando, no sabe qué decir, carga contra el periodista y da una nueva lección de diplomacia esperpéntica.

Nadie con un mínimo de honestidad intelectual y democrática puede negar que ahora en España hay menos libertad y más restricción de derechos que hace, al menos, una década

Ninguno de estos incidentes habría sido imaginable hace diez años, pero poco a poco se han ido normalizando. Estamos asistiendo a lo que el profesor Timothy Snyder ha descrito como "el camino hacia la no libertad". Es el mismo autor que nos avisa de que antes del holocausto hubo un cambio de régimen.

Algunos de los estómagos agradecidos que contribuyen a argumentar la teoría del golpe de estado en Cataluya se agarran a la tesis de Hans Kelsen, según la cual se puede considerar golpe de Estado "cualquier modificación no legítima de la Constitución", es decir, sin necesidad de insurrección armada. Sin embargo, como bien ha señalado Jorge Cagiao, nadie que no sea el propio Estado está en condiciones de dar un golpe de estado sin violencia. El Estado sí lo puede hacer, abusando sistemáticamente del monopolio interpretativo del orden constitucional.

Aunque suene a reiterativo, es una evidencia de que en España lideran el monopolio interpretativo de la Constitución gente que la votó en contra. Las promesas electorales de PP y Ciudadanos, como por ejemplo la suspensión indefinida de la autonomía, son objetivamente inconstitucionales, pero sólo hasta que el Tribunal Constitucional disponga lo contrario. De hecho, PP y Ciudadanos no tienen ningún rubor en describir la posible coalición con Vox como un "bloque constitucionalista". Cuando el constitucionalismo lo dictan los franquistas, sean los más o los menos radicales, significa que la "modificación no legítima de la Constitución" de la que habla Kelsen ha sido consumada.

Nadie con un mínimo de honestidad intelectual y democrática puede negar que ahora en España hay menos libertad y más restricción de derechos que hace, al menos, una década. En todo caso, la modificación no legítima de la Constitución la denunció en 2010 una autoridad nada sospechosa de golpismo. Cuando el Tribunal Constitucional sentenció el Estatut, Miquel Roca Junyent, padre de la Constitución, escribió: "El pacto constituyente, el espíritu de la Transición, ha sido finiquitado". De eso hace 9 años y ahora lo ha recordado Duran i Lleida en su libro titulado El riesgo de la verdad.