La guerra es obscena, en el sentido que pone en evidencia lo peor de la naturaleza humana. Agita el odio entre seres humanos que ni siquiera se conocen hasta el punto de matarse o autodestruirse. Además, la guerra excita la inmoralidad incluso lejos del campo de batalla. Ya se había publicado, para preparar el terreno comunicacional, que la Fiscalía tenía decidido archivar todas las causas por corrupción del rey emérito y como resulta tan escandaloso, ha aprovechado el estallido de la guerra de Ucrania para exculpar clandestinamente al monarca. Exculpar desde el punto de vista penal, porque no se ha podido esconder que Juan Carlos I cometió varios delitos fiscales, sobornos y blanqueo de capital. Lo que ocurre es, según la Fiscalía, que lo hizo hace tiempo suficiente como para haber prescrito o, lo que es más insólito, ¡se considera que tenía derecho a hacerlo!

La corrupción de la monarquía y especialmente de la dinastía borbónica ha sido una constante a lo largo de la historia y, por lo tanto, no debería sorprendernos. Pero desde un punto de vista de higiene democrática, lo peor no es que el rey robe, sino que todos los organismos del Estado se conjuren para garantizar su impunidad. Lo ha hecho la Fiscalía, lo han hecho los tribunales, lo ha hecho el poder legislativo y lo han hecho los distintos gobiernos que se han alternado en el poder. Y lo han hecho los funcionarios que se han prestado a ello. Esta es la constatación de la podredumbre no de una institución, sino de un régimen. Ciertamente, el artículo 56.3 de la Constitución española señala que "La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad", una referencia que en pleno siglo XXI se ha interpretado como si nos encontráramos en la época del absolutismo. Podría entenderse que el jefe del Estado es inviolable en el ejercicio de sus funciones, al igual que los diputados tienen cierta inmunidad también en el ejercicio de sus funciones para poder defenderse de los ataques de los poderosos, pero no. Se ha interpretado que el rey, mientras lo es, puede robar, puede matar, puede violar, puede atropellar a alguien con su coche saltándose un semáforo en rojo y puede cometer cualquier barbaridad impunemente, lo que es incompatible con los fundamentos morales del estado de derecho.

La monarquía se considera un sistema útil y eficiente que aporta estabilidad, pero en España para salvar a la institución se han socavado las leyes y los fundamentos del estado de derecho

Es obvio que la Fiscalía del Tribunal Supremo ha puesto todo el esfuerzo en hacer cuadrar el círculo de los hechos con las leyes para exonerar al monarca, pero no tanto para favorecer a la persona, que se ha convertido en un apestado, sino para tratar de “salvar a la institución”. Los partidarios de esta monarquía parlamentaria sostienen que es un sistema útil y eficaz que aporta una estabilidad a preservar, pero nos hemos encontrado que, para salvarlo, los poderes del Estado han tenido que saltarse o interpretar de forma muy arbitraria un sinfín de leyes. Se ha publicado, pero se ha impedido investigar todo el trabajo sucio que han realizado los servicios de inteligencia, sufragados con dinero público, para evitar que trascendieran los delitos que ahora se dan por prescritos. Incluso se ha publicado y nadie ha desmentido que el Estado ha tenido que sobornar con cifras millonarias el silencio de famosas amantes del monarca, lo que sigue siendo motivo de escarnio y befa en los espacios de la prensa rosa. Ya solo faltaba que ahora aparezcan en varios medios las amistades peligrosas de Juan Carlos I con Vladímir Putin. El líder ruso no sólo condecoró al rey de España, también le organizó la cacería de un oso emborrachado para la ocasión y, al igual que el monarca hacía negocios con el petróleo de los países árabes, presionó tanto como pudo para que Gazprom y Lukoil se quedaran con Repsol. Afortunadamente, en esta ocasión, no llegó a cerrarse el negocio.

Varios especialistas en derecho político y teoría del estado partidarios de la continuidad del régimen monárquico en España admiten que la monarquía no sólo se legitima por la Constitución, sino también por sus actos, dado que el rey no está sometido a la voluntad democrática de los ciudadanos. La legitimidad de la monarquía necesita renovarse continuamente en función del consenso social que genera, el mantenimiento de su honradez y su autoridad moral, la defensa de los intereses generales y la estricta imparcialidad política. Desde este punto de vista, la legitimidad de la monarquía española ha hecho aguas por todas partes, no ha resultado tan útil y eficiente como se proclama, pero lo más insólito es que para salvar a esta institución ha sido necesario que el propio Estado socave sus propias leyes, con lo que resulta que la utilidad y la eficiencia de la monarquía sólo lo es para unos cuantos que se benefician de su favor y resulta incompatible con el correcto funcionamiento del estado de derecho.