La falta de realización de las expectativas del movimiento independentista ("íbamos de farol" en palabras de Clara Ponsatí), la realización del proceso al procés con su injustificable sentencia desde el punto de vista juridicopenal y político y la desatada represión postsentencia han sumido al movimiento en una especie de situación equiparable al desconcierto por deslumbramiento de los faros de los vehículos en sentido contrario. Si a eso se suma la cuarta convocatoria electoral en cuatro años, cuyos resultados no parece que tengan que ser muy diferentes de los que la han provocado, el contexto no favorece tener la cabeza fría necesaria para diseñar una nueva y realista hoja de ruta.

Una forma atractiva —simple y al alcance— de respuesta en este tipo de contexto es la violencia, reaccionar con las tripas antes que con el cerebro. Y dejémonos, para empezar, de historietas autoexculpatorias: violencia es todo lo que no sea pacífico, aunque se base en una pretendida o real autodefensa. Por mucho que las llamadas —con evidente humor negro— fuerzas del orden sean, en demasiados casos, las fuerzas del desorden. Del desorden impune.

La violencia es, como mínimo, triplemente censurable. En primer lugar, desde el punto de vista jurídico, supone causar daño a terceros, en cosas o personas —sí, también a los policías—, aunque tendrá que ser reparado. Éticamente, en segundo lugar, es reprobable porque causar daño no se puede justificar, dentro del pensamiento democrático, para la obtención de cualquier objetivo por legítimo que sea.

El sueño húmedo del unionismo, una vez recuperado el timón del régimen, es calificar el independentismo catalán como terrorismo.

Si eso es primordial y nada despreciable, políticamente es un error de proporciones siderales. Si alguna fuerza puede tener el pacífico y democrático movimiento independentista, tanto respecto a España como de cara al exterior, especialmente hacia Europa, es que es pacífico y democrático. Sin excepciones, hay que mantener de forma escrupulosa el movimiento dentro de su condición democrática y pacífica.

Como escribí tiempo atrás en estas mismas páginas, el sueño húmedo del unionismo, una vez recuperado el timón del régimen, es calificar el independentismo catalán como terrorismo. Para eso sólo le hace falta cualquier pequeña chispa incontrolada. De hecho, ahora es la Audiencia Nacional, el órgano judicial competente para investigar y juzgar el terrorismo, la que investiga a Tsunami Democrático por terrorismo —un terrorismo sin violencia, ni daños ni víctimas— y lo califica de violento. Por eso blande como carta de presentación los disturbios postsentencia, especialmente los sucedidos en Barcelona, aunque no sean obra del Tsunami.

Este sueño húmedo culmina para situar al frente del pretendido terrorismo catalán a los presidentes Puigdemont y Torra. Lisa y llanamente, una euroorden por terrorismo tendría muchas posibilidades de prosperar en la mayoría de estados de la Unión Europea, sin ningún tipo de contemplaciones.

¿Es difícil actuar políticamente, con imaginación y efectividad dentro de este tóxico contexto propagandístico y judicial y sin caer en provocaciones? Ya lo creo que es difícil. En ninguna parte está escrito —soñando quizás sí— que el camino de la independencia sería fácil y corto. Hace falta, por cierto, que este sea el mensaje de los dirigentes. Lo que hace falta es armarse de valor, y no de violencia, para afrontar el objetivo de la independencia de forma pacífica y democrática.

Además, si lo que se piensa es pasar al terrorismo de verdad, a la guerrilla urbana o incluso a la lucha armada, dejando de lado temas logísticos esenciales, no está de más, por mucho que sea evidente, recordar una sencilla constatación: en la Europa occidental no ha triunfado nunca, a pesar de las víctimas y los sufrimientos, ningún movimiento armado. O sea que, a fin de cuentas, la violencia, en todas sus formas, resulta majestuosamente inútil. Dolorosamente inútil. Hace falta, pues, dejarse de historias e ir a hacer política, cosa que, reitero, no es ni será nada fácil.

De todos modos, en este camino encontraremos siempre el inestimable ajuste del rancio unionismo, ahora que ha vuelto sin complejos a capturar al régimen y ha desplazado las mínimas —todo hay que decirlo— voces democráticas oficiales españolas. Las campañas internacionales emprendidas con el dinero de todos alabando unas discutibles virtudes del sistema político español son tan estrafalarias e intempestivas que incluso la Junta Electoral Central ha prohibido su difusión.

Sánchez, hoy por hoy el encargado de administrar el régimen, ha pasado de censurar a Rajoy en 2017 porque no actuaba ante el problema político de Catalunya, que se tenía que resolver políticamente, al dontancredismo del gallego. Ahora ni siquiera le coge el teléfono a Torra y recita el peregrino mantra que este no gobierna para todos los catalanes, que gobierna sólo para los indepes. Si atendemos a este disparate, resulta que Sánchez cae en el mismo pecado: no gobierna para todos los españoles, sólo para los unionistas. Y cuando viene fugazmente y teatralmente protegido a Barcelona va a visitar al hospital sólo a sus heridos, no al resto de lesionados. Y con las prisas se olvida al federalismo por el camino. Recogido este por Iceta, no se puede decir que el entusiasmo se haya adueñado de los de Ferraz ante la detección del olvido.

El aliado —involuntario, pero constante— del españolismo rancio, no muy agudo, pero consciente de su fuerza, será de gran ayuda para el independentismo, tanto o más de lo que lo ha sido hasta ahora. Hay que pensar que, trabajando la idea de Unamuno, no es que el españolismo venza pero no convenza, es que no aspira a convencer: con la fuerza, con la represión, cree que ya ha vencido, y eso le basta.

En conclusión: violencia, no, gracias