De la absurda, en apariencia, comparación del título, quizás no se puede extraer una lección, pero bien seguro sí que se puede obtener una buena conclusión. El independentismo siempre ha tildado el Estado al cual se oponía y del que quería marcharse de débil, de incompetente o de corrupto, o bien de las tres cosas a la vez. Solo había que ver las declaraciones dentro y fuera de los procesos judiciales de las autoridades españolas: alegando su desconocimiento y delegando en subordinados la solución de problemas, negando evidencias o, al fin y al cabo, negándose a hablar. Rajoy sería el epítome de este conjunto de virtudes.

También vimos las declaraciones, especialmente judiciales, de altos responsables de aparatos del Estado o bien tan lejos de la realidad como un cuadrado a una pelota, o manifestando una ignorancia difícil de imaginar en circunstancias críticas para el Estado ante la crisis que culminó en el 2017 y de la cual no ha salido todavía. Dentro del puñado de personajes pintorescos habitando en sus propios mundos, sin entender su exterior, Villarejo nos da la última y más actualizada versión del policía chulesco y tabernario que, al fin y al cabo, como se demuestra de un tiempo a esta parte, su negocio no es obtener información a favor de sus clientes, sino obtener jugosas remuneraciones a cambio de seguridad. Igual que hace un tiempo un abogado de nuestro país, especialista en crear a conciencia los problemas para después presentarse delante de los suyos patrocinados como salvador, cosa que lo convertía en un ángel de la guarda excepcionalmente bien remunerado.

La credibilidad de fachendas de este tipo es nula. No ha dicho nada Villarejo de su inventada Operación Catalunya —una obra maestra de la estulticia— que no supiéramos, en especial de la relación más que evidente entre el CNI y el imán de Ripoll —en Ripoll había que mantener una célula islamista controlada? Como todos los mentirosos exagera tanto que se desvirtúa a sí mismo. Presentar el 17-A como un atentado de falsa bandera o un susto no llega ni a chiste. Ni siquiera el fiasco sanguinario de Alcanar. Más bien pone de manifiesto un descontrol absoluto sobre un activo de pandereta. Es muy recomendable leer al respecto la magistral pieza del viernes de Jaume Alonso-Cuevillas.

A pesar de todas estas muestras torpes, uno de los grandes errores del independentismo ha sido confundir el gobierno de España con el estado español. Este es quien a trancas y barrancas, con una dosis inaudita de represión, ha ganado momentáneamente la partida a los indóciles catalanes. El Estado, no el Gobierno, siempre ha sido en su sitio. Esta vez, con el procés, las ha pasado canutas, y se ha llevado la serie. No el campeonato.

Contra la fortaleza del Estado el independentismo no ha utilizado sus instrumentos, diría, que casi invencibles: la unidad. La crónica —espero que no genética— falta de unidad lleva al independentismo y al país en su conjunto por la calle de la amargura. Desde episodios como los de los 1.515 contra los 1.515, el comportamiento de los dirigentes, de todos, con rotura de carnés incluso o 155 monedas de ve a saber qué, culminante, en la elección presidencial post-21-D no invistiendo a Jordi Turull, el independentismo ya manifestado a pecho descubierto su desunión.

Con esta manifiesta falta de unidad no quiero decir que sea la mejor vía para la independencia la de aquí o la de más allá. Pero sin unión, cualquier vía es inútil. Como la experiencia demuestra que echar cada uno por la calle de en medio lleva al fracaso. El fracaso del independentismo supone el fortalecimiento del Estado. En este estado de cosas permanente, no resulta nada extraño que la mesa de diálogo no sea prioritaria en Madrid. Mientras no haya unidad aquí, en Madrid calma chicha.

En este estado de cosas permanente, no resulta nada extraño que la mesa de diálogo no sea prioritaria en Madrid

El último episodio nos la ha servido la repentina, visto desde fuera, renuncia de Jordi Cuixart a presentarse la reelección de Òmnium. Él que fue el único ante el Tribunal Supremo que lo dijo: no estará al frente del ho tornarem a fer. La legítima pregunta, reitero, visto desde fuera, que nos podemos hacer es: ¿cuál es la razón del paso a un lado de Jordi Cuixart, el líder cívico civil por antonomasia? Puede haber muchas razones: familiares, personal, políticas...

Las que interesan son las políticas; las personales son personales y ajenas al escrutinio público. Me temo que son razones que han defraudado la extraordinaria buena fe de Cuixart. O dicho de otra manera: el espectáculo de la desunión. ¿La cosa ya empezó por los hiperventilados de siempre —a sueldo de quien están los hiperventilados permanentes, los que tiran la primera piedra y desaparecen?, cuando a todos los presos les echaron en cara la aceptación del indulto. ¿Qué era eso de aceptar el perdón ofrecido por el Estado opresor? ¿Qué era eso de poner por encima de las razones políticas los egoísmos personales? Frases todas ellas históricas y no lejano recorrido. Afortunadamente, la cosa no fue más. Hay que decir que se vio ninguna cola en las prisiones, ni ningún mercedario de Pedro Nolasco ofreciendo intercambiarse.

Pero sí que fue a más, creando una marejadilla importante dos gestos muy de Cuixart, que hace que Cuixart sea Cuixart y merezca un gigantesco respeto cívico. El primero fue el abrazo con Miquel Iceta, en el palacio de la Generalitat, después la toma de posesión del presidente Aragonès. El otro, con ocasión del final el pregón de La Mercè, Cuixart volvió a coger el micro para censurar los gritos y apoyar a la alcaldesa Colau.

La unidad sin los rasgos de la conciliación y la reconciliación no va a ningún sitio, ya que es una unidad anoréxica y en los huesos. Cuixart lo ha visto siempre así. Pero no todos son Cuixart. Falta mucha altura de miras y mucha cultura política para llegar a su altura. Me temo que Jordi Cuixart ha pensado que, quizás, no es ese mundo.

La prueba es que le hemos dedicado mucho más tiempo al fachenda de Villarejo que a reflexionar los porqués del, dicho con todas las letras, tirar la toalla por parte de Jordi Cuixart. Una chillona desproporción.