El cambio de eras históricas lo fijamos arbitrariamente en fechas. La edad antigua, hasta la caída del Imperio romano, la edad media hasta el descubrimiento de América; la edad moderna, hasta la Revolución francesa y desde la guillotina hasta ahora. Claro está, que el cambio de era no se produce en una fecha concreta. Se trata de un periodo no siempre de decadencia que puede durar más o menos tiempo en el cual los cambios sociales, económicos, culturales o políticos se aceleran, generan ciertas convulsiones y dan a luz una nueva época con nuevos parámetros, nuevos actores, nuevos valores, nuevas instituciones.

Parece que ahora, desde la caída del Muro de Berlín, con la irrupción de las TIC, la globalización y el feminismo, entre otros fenómenos, el mundo no es el que era hace veinte o treinta años. Serán los historiadores, en el futuro, quienes pondrán nombre y fecha a la nueva era que nace agitada y con muchas revoluciones pendientes.

Estas convulsiones y revoluciones pendientes tienen rasgos comunes en todo el mundo, a parcelas regionales y a zonas más reducidas como estados, regiones, o incluso ciudades. Estos cambios afectan a todo el mundo en todas las parcelas de la persona y en sus interacciones con sus semejantes. Hoy en día los cambios se diría que son más acelerados. Visto con perspectiva, y averiguando el mar de fondo y no la superficie, quizás no tanto.

Pero lo cierto es que vivimos una época agitada, donde las contradicciones de todo tipo son innegables protagonistas. Eso es de elemental aplicación aquí. Viendo cómo vivimos en este mundo, no puede ser de lo contrario.

El sistema político español vigente —nacido de los pactos expresos y tácitos de la transición, muy poco sensible a los cambios, era hijo del temor al futuro— denota cada vez más que está resfriado. Desde la monarquía, más impopular que nunca (si fuera un cargo electo, no podría ejercer ningún tipo de poder), pasando por la conquista del Estado por los oligopolios y, last but not least, la insoportable arquitectura institucional. No entraré en el conflicto en que España se niega a reconocer que le representa Catalunya. Lo doy por endémico.

Vamos a algo más sintomático, si se quiere, como las recientes elecciones, las del 28-A y las del 26-M, las generales y las autonómicas y las locales. Las europeas son otra competición que tiene otros planteamientos y requiere otros análisis.

A pesar de tener un sistema electoral aparentamos proporcional, pero que de hecho es mayoritario y donde las minorías territoriales pesan de lo lindo, especialmente en la España desierta, y el sistema electoral municipal es presidencialista, no hay forma desde 2015 de obtener mayorías ni absolutas ni minorías casi mayoritarias, y no parece que eso tenga que cambiar.

Las maniobras que intenta Sánchez para obtener una investidura gratis total son entre patéticas y grotescas. Los 123 escaños de Sánchez a la Carrera de San Jerónimo no representan, ni de lejos, ninguna mayoría. Es más, un bipartito formal, como conocemos en las democracias occidentales, fuera igualmente imponente en términos de mayorías parlamentarias.

Solo un tripartito o uno multipartito puede alcanzar la mayoría absoluta. Y de mayorías reforzadas, hoy por hoy es mejor olvidarse: ni renovaciones del Consejo General del Poder Judicial, ni el Tribunal Constitucional, ni los Tribunales de Cuentas ni de tantos y tantos altísimos organismos. Curiosamente nadie lo llora. Pero eso harina de otro costal. Veremos qué da de sí o si vamos a unas elecciones después del verano.

Sufrimos otro desgaste institucional igualmente inmediato y alarmante para el ciudadano por su proximidad e inmediatez real, que es la de la administración local. A pesar del remiendo de la ley electoral municipal, introduciendo que el cabeza de la lista más votada en caso de no llegar a un acuerdo sería el alcalde, hemos asistido las pasadas semanas al baile de las sillas, sin ningún tipo de pudor. Ya saben cómo es el juego de las sillas: suena la música, se detiene de repente, los jugadores se tienen que sentar y, como hay una silla menos que participantes, uno se queda sin asiento.

Los cazapoltronas profesionales han hecho su agosto. La han comprado/conservado a cambio de pactos imposibles. ¿Por qué imposibles? Pues porque, por mucha voluntad que se tenga, agua y hierro solo oxidan e inhabilitan para constituir. No hay amalgamas.

Estos pactos primaverales difícilmente darán más frutos que, en el mejor de los casos, una falsa estabilidad, donde todo seguirá igual. Será una deficiente y desmotivada administración, sin ideas e incapaz de avistar los retos que tenemos en frente. Eso, digo, en el mejor de los casos; en el peor —seguramente más habituales— sufriremos constantes crisis y peleas, no de gallos, sino de polluelos enanos y cojos que se creen águilas.

Esta incapacidad de los sistemas y de sus habitantes institucionales al regenerarse, previo diagnóstico esmerado de la realidad, es una de las muestras más patentes de fin de ciclo. Seguramente, volviendo al principio, es un síntoma más que el mar de fondo viene fuerte y que los capitanes de servicio no pasan de niños cerca del mar jugando con barquitos de papel. Como los castillos en la arena, las olas se los llevarán.

Ya no es un tema de leyes. O no es un tema solo de leyes. Es un tema de saber que los tiempos están cambiando y que ni los dirigentes ni las herramientas están preparadas para el cambio.