La gestión de la pandemia ha puesto al descubierto las carencias, incompetencias y, no pocas veces, la mala fe de los gestores públicos. Ciertamente, ha habido aciertos, pero las carencias son patentes. En un primer momento, muchos de los errores fueron absolutamente compresibles ante una novedad inesperada.

Parado el primer golpe, los mapas país por país de infecciones, de asintomáticos, de traspasados, de bloqueo de los hospitales nos devolvió a la realidad. No es otra que la de sufrir un sistema social y asistencial débil, víctima de unos recortes desmesurados. A pesar de eso, exactamente igual que como en la crisis económica del 2007, todavía no acabada, la propaganda del régimen -de todos los poderes públicos en este caso- reiteró que teníamos una de las mejores sanidades del mundo. Al final, lo que se ha visto es que teníamos unos sanitarios -desde los jefes hospitalarios hasta la más humilde limpiadora- con una capacidad de trabajo hasta la extenuación, de conocimiento y de empuje, mucho más allà de lo que era esperable con los medios personales y materiales. Otros sectores, la distribución, por ejemplo, no se han quedado en zaga.

O sea que, una vez más, al fin y al cabo, ha sido la sociedad civil la que ha sacado el país adelante. Las instituciones, aparte de pelearse infantilmente entre ellas, pero a costa de todos, poco tiempo les ha quedado para hacer las cosas bien. No me refiero a empleados del sector público, sino a sus directivos. Ha habido excepciones, es cierto, pero la excepción no hace la regla. La debilidad del sistema es abrumadora: el espectáculo de las compras de material sanitario de todo tipo en marzo y en abril resultó patético.

Ante esa incapacidad, ante esa carencia de gobernanza, ante la vulneración de un derecho explícito de la ciudadanía europea como es el derecho a un buen gobierno, ha surgido una respuesta de los técnicos, especialmente desde el sector sanitario, entendido en sentido muy amplio. Algunos incluso han llevado a cabo una tan espectacular como frustrada campaña publicitaria, ya que caían en el defecto que denunciaban. También desde la educación a todos los niveles, incluida la investigación; y de los ámbitos empresariales más realmente emprendedores, que tiemblan ahora con la propuesta de distribución que puede hacer Madrid de los 140 mil millones de euros que la UE ha otorgado a España.

Sea como sea, tenemos una gobernanza que es una barquita de papel en medio de un océano tempestuoso. Como siempre pasa en tiempo de crisis, la respuesta que parece la más evidente es la más simple. Craso error como se demuestra una vez y otra. Problemas complejos necesitan soluciones complejas y tiempo. Las soluciones complejas sólo pueden venir de una mezcla proporcionada entre los que tienen los conocimientos y los que tienen que tomar las decisiones. Es decir, entre dominio de los hechos y la legitimidad que da la posición institucional, refrendada en las urnas. Es decir, simplificando mucho -perdón!-, entre ciencia y política.

Además, el tiempo es el bien más escaso. En la sociedad actual, que creemos que va a la velocidad de la luz, todo lo que no sea crujirse los dedos y que por ensalmo llegue la solución resulta percibido casi como un fracaso. No es tiempo de milagros.

Reconocer la situación pasa, en primer lugar, por ponerla de manifiesto a la ciudadanía. En segundo lugar, para ponerse manos a la obra para superarla. En tercer lugar, los técnicos tienen que apoyar a los directivos públicos, a los políticos, vaya. Los técnicos, los científicos si queremos, saben un montón de sus áreas; tienen la legitimidad que el reconocimiento de la comunidad a la cual pertenecen les otorga, pero carecen de legitimidad política. Esta la dan, en un sistema democrático, las urnas. No hace falta que olvidemos nunca esta piedra angular del sistema.

Ciertamente, muchas veces, demasiadas veces, los políticos se hacen los sordos ante los clamores con amplio consenso de los científicos. Es una triste evidencia. Pero eso no permite a la comunidad científica -que después de todo no es tan homogénea como parece- subrogarse, ni en tiempo de crisis, en el papel de líderes de la gobernanza. La técnica, la ciencia, la buena, la excelente, necesita de los políticos para implementarse. Necesita, claro está, de buenos políticos. La tecnocracia es un sistema falsamente meritocrático, autorreferencial y nada transparente, porque no hay que justificar ante el público lo que para el tecnócrata es evidente -la pretendida razón científica- y, encima, no lo entendería por su obvia ignorancia. Además, la tecnocracia no es pura; se contamina en pocos segundos de los vicios de la mala política. Salimos del lodo y caemos en el arroyo.

En resumen, estamos ante un falso dilema: tecnocracia o política. La tecnocracia es una forma -muy mala- de política que se sitúa en las antípodas de la buena gobernanza, del buen gobierno. Lo que hay que cambiar es la forma de hacer política y de administrar los bienes y servicios públicos. Hacerlo de forma razonable, transparente y basado en datos reales no es una mala solución. Y que los ciudadanos decidan el mejor programa.