Cambiamos hoy de registro. De paso, bordeamos las desazones de la cotidianidad que nos suministra experiencias que, a la hora de votar no recordamos, pero que ni tenemos nostalgia de ellas ni mucho menos todavía melancolía.

Diré de entrada que yo no soy, ni he sido nunca, de los que ha pensado que cualquier tiempo pasado fue mejor. No tenemos más tiempo que el presente, que resulta del esfuerzo conjunto, alguno o muchas veces torpe, de nuestros afanes, de nuestros próximos en nuestros diferentes roles que de alguna forma nos condicionan y del azar. Recordemos siempre el azar. Para los que somos optimistas, el azar es un parámetro inefable. Es la gracia (o la desgracia) de la vida. Otro día hablaré de ello.

Dicho esto, claro está, tener recuerdos es consustancial a la persona. Todos tenemos recuerdos buenos y malos. No los tenemos presentes; la mayoría están en nuestro caché cerebral. Se activan cuando de alguna manera se activan, no siempre con un lógica aparente. Otras veces están casi presentes, en vela, dando la lata de forma sutil, esperando a que nosotros los conectemos, para bien o para mal, normalmente para recordarnos la estupidez que cometimos vete a saber cuando.

En todo caso, los recuerdos parecen siempre una película de reestreno, como vemos en los cines de barrio, maltratadas por los distribuidores y los exhibidores. ¿Que queríamos por dos pelis al 30% de una? Me refiero a que los recuerdos no son literales: no son una reproducción fidedigna del pasado. Son una adulteración del pasado, en buena medida muy próximos a las fakes. Desconfiad cuando dicen: "¡eso no lo olvidaré nunca!" o "¡lo recuerdo como si fuera ayer!". Memoria y fantasía son los grandes guionistas y directores de nuestros recuerdos. Seguramente lo olvidaremos y el recuerdo no es de ninguna manera como si fuera ayer. No puede ser.

Un ejemplo banal. Ir con mi madre a merendar al salir de escuela por la tarde, como soborno para tener que ir de compras. Ni la ensaimada y/o el cruasán -dependía del quantum del soborno- tienen el sabor de los de hoy. La calidad ahora es muy superior. Y el contexto diferente. Si el sitio todavía está, ha cambiado, por suerte. Mesas, decoración, las señoras que decían, como letanía infinita "¡qué niño tan guapo!", aunque la criatura fuera bizca a morir, ya no están. Ahora bien: si vas con tus hijos o nietos, todas las delicias que les habrás vendido hasta la extenuación no se ven nada reproducidas. ¡Cosas del padre o del abuelo, dirán! No se puede comparar ni revivir ahora la ilusión por una merienda de unos niños de la posguerra, en blanco y negro, con la vida -un poco falsa, todo se tiene que decir- en tecnicolor y pantalla ultraplana de hoy. Ni con uno mismo.

O dicho otra manera: no me cambio por lo que yo era y vivía hace una pila de años. Lo cual no quiere decir que intencionada o casualmente quiera recordar algún hecho, jubiloso, intranscendente o doloroso. Y tanto que gusta recordar. Aquella primera cenar que cambió el mundo -y de qué manera-, el nacimiento de hijos y nietos, el resultado positivo de una cirugía que no se presentaba muy bien, algún éxito profesional, las veladas con los amigos, de antes y más modernos, algún concierto... También cuando sin venir a modo de nada, te hacen upgrading en el avión, o te has zafado de un atentado terrorista, más todavía, si ha quedado alguna víctima, próxima o no. Los recuerdos son nuestro patrimonio personal e intransferible: vivido el mismo hecho por varias personas -los atentados del 11-S o del 11-M, por ejemplo- los recuerdos y vivencias son muy diferentes. Como poner en la mesa de aquella comida a uno que no estuvo o, ahora que lo dices, sí que estaba.

Si vivimos los recuerdos con cierto pesar, con un barniz de tristeza, con un rictus un poco amargo, como diciendo, qué pena que eso no volverá a pasar, entramos en la nostalgia, que puede dar paso a su patología, la melancolía, antesala de cierta depresión, por el agua deshilachada que una vez y otra marcha entre de los dedos de la memoria, agua que puede ser clara sin embargo, dicen, es huidiza y dolorosa.

De nostalgia, y todavía amara de melancolía, afortunadamente, creo, sé poco, por no decir nada, ya que no soy tributario de estos, para muchos, enormes bienes.

Todo lo que acabo de reflexionar ante los lectores -el azar de tener, porque algún editor (gracias, José) me ha dado el espacio- es porque ayer en uno de los grupos de WhatsApp, por lo tanto radicalmente privados -nada de Twitter, Facebook ni Instagram para compartir temas personales ni cotillear de uno mismo-, salió no recuerdo exactamente -¡fue ayer y no lo recuerdo!- el vídeo de una de mis cantantes favoritas, con un tema, no es por el que más se la recuerda, pero insuperable.

Sin embargo, como todo, vino por el azar y la cosa no quedó solo con este vídeo de Ricchi el Poveri de San Remo -¡San Remo todavía!- de 2020. No sé quién colgó otro vídeo de una estrella inconmensurable. Me refiero a Ornella Vanoni y, quizás fui yo, alguien incluyó una leyenda: "Si te suena, estás más cerca de la jubilación de lo que crees" a continuación de este vídeo del 2012, acompañada del monstruo Gino Paoli.

Añadí "¿Puede haber algo más elegante e insinuante? ¿Recordáis "Avanti, 1972, de Willy Bilder con Jack Lemmon, Juliet Mills y Clive Revill?" Y Añado ahora, maltratada por las plataformas al birlarnos el formato en scope original (¿verdad, Filmin?). Pero como no hay rosas sin espinas, alguien tuvo la amabilidad de meterse, diciendo que le gustaba más "L'appuntamento" y que "Avanti" era un Bilder menor.

¡Recuerdos traidores!