Un privilegio es, a pesar de la posible apariencia de derecho, un abuso que no tiene justificación material. Supone una irracional discriminación en favor exclusivo y excluyente de quien lo blande. Una sociedad estamental, donde las castas se sustraen a una norma común y general, fue uno de los objetivos a batir por la Revolución Francesa con el grito de égalité. Una tétrica muestra de estas divisiones sociales ocurría en España con, incluso, la ejecución de pena de muerte por garrote, con tres variantes: garrote noble, garrote ordinario y garrote vil. Ni la muerte igualaba a las personas.

Parece, sin embargo, que no todo el mundo ha entrado totalmente en la edad contemporánea. Parece que algunos viven anclados en el pasado. Un caso paradigmático es el de los niños malcriados en formato de adultos y famosos. Los deportistas de élite, por ejemplo.

Djokovic, todavía número uno mundial del tenis, cree que su raqueta es una especie de gold card que le permite ir por el mundo como si fuera su casa: sin límites ni restricciones. Como, además, es un abanderado de los antivacunas, cree, como sus colegas de credo terraplanista, que tiene el derecho inalienable de infectar a los demás. Además, cree que tal derecho lo avala para cruzar las fronteras de los países donde se exigen determinados requisitos sin acatarlos. Las autoridades australianas, a pesar de las presiones del lobby del Open de Australia, con un trato sin precedentes hacia inmigrantes ilegales, finalmente lo deportaron.

Para acabarlo de arreglar, Djokovic provenía de Marbella. Entró y salió de España, con fuertes restricciones, y más para ciudadanos extracomunitarios, exhibiendo por lo visto sólo su raqueta de oro: reverencia y paso franco. Un privilegio en toda regla. Privilegio fomentado por una flojera estatal digna de mejor causa, como, por ejemplo, la que se podría aplicar a los vulnerables.

No nos encontramos ante derechos adquiridos, sino de auténticos privilegios, pues estas retribuciones no tienen ningún tipo de justificación y, seguramente, no han alcanzado los objetivos que se dijo que se querían alcanzar

Privilegio elitista como el ahora conocido de los funcionarios del Parlament de Catalunya del que, como mínimo, llevan disfrutando desde el 2008. Gracias a las investigaciones publicadas del diario Ara, hemos conocido el escándalo de la llamada licencia de edad: mantener el sueldo, la plaza activa (generando trienios y otros beneficios) sin ir a trabajar y bloqueando además el puesto de trabajo. Eso supone que, para mantener la fuerza de trabajo, hay que contratar a un tercero para hacer el trabajo de quien lo cobra y no lo hace. Así, el trabajo pasa a costar el doble. Ejemplo: abrir la puerta del salón de plenos del Parlament por un ujier (de media mensual, 3.800 €) cuesta como si hubiera dos. O los letrados (10.700 €) que, acogidos a este privilegio, vienen a cobrar más que un conseller de la Generalitat, casi tanto como el president. Otro ejemplo.

Este privilegio antiigualitario es abiertamente ofensivo. Partiendo de unas generosas retribuciones. En efecto, si una telefonista parlamentaria percibe 3.800 € al mes, ¿qué tendría que cobrar la telefonista de un CAP, ya no en tiempos críticos de pandemia, sino en general? Más despropósitos, imposible.

Dos razones fundamentales se han dado para este desbarajuste. Las dos ofenden a la inteligencia del ciudadano. La primera, que era época de vacas gordas; la segunda, que se quería rejuvenecer al personal del Parlament. Respuestas: la crisis empezó en septiembre del 2007 y ya se perfilaban los primeros recortes. Rejuvenecerlo pagando dos veces por el mismo puesto de trabajo. Inaudito. Y muy avalado por todos los grupos parlamentarios.

Importan poco las razones que tuvieran los que adoptaron este chapucero acuerdo. Acuerdo que parece que venía a ampliar otras ventajas previas del personal. O, dicen, con el cual se pretendía poner puente, también, de oro a personal, por así decirlo, incómodo. O fortalecer la estricta reserva sobre todo lo que tiene lugar en el Parlament ―comunidad de estrecha convivencia―, sea parlamentario o no.

El templo de la ley, de la voluntad popular, no tiene otra idea que rebozar en euros, es decir, pagarles para quedarse en casa, a un pequeño grupo de funcionarios que disfrutaba de antes ya de buenísimos puestos de trabajo, envidiables y muy bien retribuidos. Ofertas de trabajo como estas no se ven mucho en los diarios.

Ante el escándalo, ante esta ofensa ciudadana, las respuestas iniciales estuvieron a la altura de los hechos que descubrimos. No se podía hacer nada: la autonomía organizativa del Parlament y los derechos adquiridos lo blindaban. Al día siguiente se anunció una modificación del reglamento de régimen interior, de tres semanas antes, que reducía esta prejubilación de oro de cinco a tres años, reforma con otras limitaciones que no entraría en vigor hasta el 2023.

Y fue ayer que se anunció, no la supresión lisa y llanamente del sistema, sino el inicio de las negociaciones con los trabajadores parlamentarios con el fin de dejar sin efecto esta vergüenza. Vergüenza que se ha engrosado al saber que miembros de la Sindicatura de Comptes, ratificada por los tribunales de justicia, tienen que recibir el mismo trato. ¿La razón? Dado que la Sindicatura es una institución parlamentaria y, en consecuencia, disfruta del mismo régimen interior, dejar a sus miembros sin estos privilegios sería injusto. Inefable.

No nos encontramos ante derechos adquiridos, sino ante auténticos privilegios, pues estas retribuciones no tienen ningún tipo de justificación y, seguramente, no han alcanzado los objetivos que se dijo que se querían alcanzar. Un derecho se puede justificar con razonamientos. Un privilegio sólo se puede defender viviendo en las nubes.