El 29 de enero del 2020 el president Torra dio por acabada la legislatura. El 27 de abril, según sus memorias gubernativas, tiró la toalla y dejó de dirigir el Govern. El 29 de septiembre, injustamente, la justicia lo desposeyó del cargo. Desde aquel momento ocupa interinamente la presidencia —sin los rodeos lingüísticos pactados que no llevan a ningún lugar ni tienen ninguna base legal— el, entonces, vicepresident Aragonès. Con manifiesta voluntad por parte de los dos partidos de gobierno de no proceder al nombramiento de un nuevo candidato y de agotar la legislatura, remachado además con una aterradora pachorra, se agotaron los plazos legales y las elecciones se convocaron automáticamente. Celebradas el 14-F, el 12-M se constituyó el nuevo Parlament y el 26 y 30 siguientes —con fin de semana de por medio hábil/inhábil a voluntad— el candidato a la presidencia, del sector independentista ganador de las elecciones, no fue investido, más bien, se le intentó despojar, poniendo, de hecho, por encima estructuras no precisamente de estado. En resumen, 15 meses de parálisis política. Según mi opinión, sin ningún eximente ni disculpa.

Estamos en medio de una devastadora pandemia con 21.500 difuntos y más de 550.000 positivos. Estamos ante una caída económica, muy superior a la de la crisis financiera del 2008, con un paro creciente (más de 525.000 personas y el de los jóvenes subiendo todavía más) y un PIB jibarizado (ha bajado casi un 12%). Mientras tanto, nadie presiona a la Moncloa, a pesar de su deslumbrante momento de debilidad: ni se presiona económicamente para participar en la asignación de los fondos de recuperación europeos, los Next Generation, ni sobre las reformas legales y políticas que tendrían que paliar la represión. Al contrario, esta campa libremente, con más procesados y condenados, revocaciones de terceros grados a instancias de la Fiscalía, que depende del Gobierno, como es bien sabido, a pesar de lo que se diga en contra, pues las normas reguladoras cantan. De los indultos no se sabe nada. La amnistía ni se permite discutirla. Tan poco se habla de la mesa de diálogo que parece que nunca existió. Y ni hablar de las reformas penales en el sentido de mejorar la sedición y otros delitos. La reforma penal, nunca publicitada con pelos y señales, sin embargo, por lo que ha trascendido, era técnicamente imposible, a menos que comportara su derogación.

Hoy por hoy, las fuerzas independentistas catalanas distan de manifestar la más mínima pizca de unidad estratégica. Mucha confrontación inteligente, pero ni un paso adelante

Luchar por una recuperación económica y social sólida y rápida, forzar a negociar la Moncloa las reformas jurídicas necesarias y un decidido cambio de rumbo político siguen siendo, hoy en día, objetivos irrenunciables. No se trata, ni mucho menos, como han hecho otros, de tirar la toalla. Se trata de perseverar, sabiendo que es una tarea pesada de hormiga obrera.

Para que esta fuerza, aparentemente escasa, pero que puede ser persistente e inteligente como una gota china, se abra paso, el requisito cero es no mostrar debilidad. Y hoy por hoy, las fuerzas independentistas catalanas distan, dicho muy cristianamente, de manifestar la más mínima pizca de unidad estratégica. Mucha confrontación inteligente, pero ni un paso adelante, con el riesgo de auto-romper el propio frente. Toda una colección impagable de tiros al pie para disfrute de los contrarios, para los cuales Catalunya está a punto de dejar de ser una preocupación relevante. Como mucho, una molestia soportable.

Tan débil es políticamente el independentismo, a pesar de su inequívoca mayoría electoral, en el dramático momento actual, que ni siquiera es capaz de hacer ver a la clientela unionista que la pérdida de peso interno y externo de Catalunya y de su bienestar no se debe a ellos, sino a que las fuerzas unionistas consienten —cuando no amparan— que se castigue a los catalanes —a todos, indepes y españolistas— con infrafinanciación, con transferencias aplazadas o recortes y con una ejecución presupuestaria que haría enrojecer incluso a un mal administrador.

Ante este panorama, ¿cuál es la respuesta de la clase política, que quiere llevarnos a una república que ha de ser el culmen de la democracia y el bienestar? La respuesta es, desde hace tiempo, ni prisa ni vergüenza. El resultado, decadencia.