El principio de legalidad penal es la base del sistema sancionador en un estado de derecho. Constituye una serie de límites formales que el Estado en su actividad sancionadora de los delitos (ius puniendi, derecho a castigar) no puede nunca traspasar. En los estados liberales es un principio bastante consolidado, tanto para definir los delitos como las penas y medidas de seguridad a aplicar. Sin embargo, en los estados democráticos de derecho ―estados en permanente proceso de mejora―, ponemos el acento en los fundamentos de este derecho a castigar, dotándolo de razones materiales, dado que las garantías tienen que ser reales y efectivas, sin olvidar el aspecto irrenunciable de las garantías formales. Entonces, el principio de legalidad se convierte el derecho fundamental en la legalidad sancionadora.

Aunque muchos piensen lo contrario ―y no siempre sin razón―, España, que en el artículo 1.1 de la Constitución se declara Estado social y democrático de derecho, construido sobre los valores de la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, no ha estado lejos de alcanzar parámetros aceptables en el terreno democrático.

Lamentablemente, el miedo a introducir reformas sustanciales ha tenido consecuencias demoledoras. Se ha dejado de lado que las nuevas ideas políticas de la democracia deliberativa y participativa, de la democracia de la responsabilidad y del control de los poderes público o de la transparencia entraran de pleno en el debate político. Hasta hoy.

Ante la primera crisis institucional seria, que ha puesto en cuestión las cuadernas del sistema del 78, basado en una transición que hace tiempo que no da más sí, el principio de legalidad y algunas otras libertades democráticas esenciales corren serio peligro. Así, por ejemplo, además del principio de legalidad sancionadora, la libertad de expresión, de reunión, de manifestación o de libre desarrollo de la personalidad (mujeres, menores, diversidad sexual...) resultan estigmatizados y apenas se ven protegidos seriamente.

El principio de legalidad penal es la base del sistema sancionador, constituye una serie de límites formales que el Estado en su actividad sancionadora de los delitos no puede nunca rebasar

Así, aquí y ahora, enmarquemos la crisis del principio de legalidad penal, que, o estamos muy equivocados ―ojalá fuera así―, mañana sufrirá otra confirmación de su decadencia.

Principio de legalidad, en materia penal, quiere decir que los delitos y las penas tienen que estar previstos por la ley antes de la realización del hecho que se quiere castigar. Es el famoso refrán de nullum crimen, nulla poena, sine lege previa (se entiende, ¿verdad?). Antes de castigar cualquier conducta con una pena, la que sea, el hecho y la pena (o medida de seguridad) tienen que haber sido previstos por la ley.

Ley también quiere decir algo de la máxima importancia. Quien hace las leyes es el Parlamento, ningún otro más. En España, además, la legislación penal tiene rango de ley orgánica, una ley de tramitación y mayorías reforzadas, cosa que acentúa el rango constitucional del principio de legalidad. Y para evitar eso de hecha la ley, hecha la trampa, la ley parlamentaria tiene que ser, además, estricta, cosa que no siempre se consigue. Es el principio de taxatividad. Pero aunque, a veces, la ley no sea tan precisa como sería necesario, las reglas de la interpretación resultan vitales. Nunca el resultado de la interpretación puede llegar a significar lo contrario de lo que su sentido literal nos dice. Matar no es intentar salvar una vida, hurtar no es guardar un objeto hasta que se lo demos a su propietario, alzarse públicamente y violentamente no es manifestarse, protestar o ser un disidente militante...

Sería igualmente contrario al principio de legalidad interpretar un precepto actualmente vigente como si fuera un posible predecesor suyo, ya derogado. No vale, con la excusa de una laguna legal ―en derecho penal es incorrecto hablar de lagunas fuera de los avances tecnológicos y ni eso―, reanudar disposiciones derogadas para hacerlas pasar bajo la mesa, como si fueran la regulación actual. Si el legislador ha borrado del catálogo punible un comportamiento, queda borrado. Sólo el legislador lo podría reavivar y con efecto, recordemos, desde la nueva vigencia.

Eso lo proclama el artículo 25.1 de la Constitución: nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento. Más claro el agua. De esta manera, se recogía la larga tradición liberal y más de la legislación sancionadora.

Antes de castigar cualquier conducta con una pena, la que sea, el hecho y la pena tienen que haber sido previstos por la ley

Por lo tanto, los diferentes códigos penales españoles han proclamado siempre este derecho a no ser castigado más que por hechos y con penas anteriores a la realización de aquellos. Ahora también el Código Penal de 1995 reconoce sobradamente y sin restricciones el principio de legalidad. Y lo garantiza suficientemente. Así, ya su artículo 1 es contundente: no será castigada ninguna acción ni omisión que no sea prevista como delito por ley anterior a su perpetración. Lisa y llanamente. Lo mismo establece el artículo 2 para las penas: todas tienen que ser previas al hecho.

Esto es lo que podríamos denominar principio de legalidad positivo. Tan importante como esta forma asertiva, el legislador penal, ya en el amanecer del liberalismo político, introdujo lo que señalamos como principio de legalidad negativo. O lo que es lo mismo: sólo se puede castigar lo que es delito legalmente previsto y con las penas preestablecidas. Por eso, el artículo 4 del Código Penal, en sus dos primeros apartados, decreta de forma tan inapelable como las anteriores normas ya transcritas la interdicción de ir más allá de las previsiones legales.

Para empezar, la ley penal sólo se aplica a aquello por lo que está prevista. Dicho de otra forma: lo que no está previsto en la ley no es delito y, por lo tanto, no se puede castigar. El juez ―el sistema penal― puede considerar que el hecho que se le presenta es digno de represión penal, ciertamente. Sin embargo, sin previsión legal, no puede castigarlo amparándose ni siquiera en una especie de estado de necesidad o de defensa social.

En nuestro principio de legalidad sancionadora, la libertad de expresión, de reunión, de manifestación o de libre desarrollo de la personalidad resultan estigmatizados y apenas se ven protegidos seriamente

Una vez agotados los medios interpretativos ―muchas veces, ante la claridad de la ley, se agotan enseguida― el juez no puede crear una norma penal ad hoc ni aplicar una inexistente a un hecho no especialmente previsto: ni puede crear una norma ―separación de poderes― ni la puede aplicar analógicamente, cosa que supone, al fin y al cabo, crear una norma. En estos casos, el juez tiene que abstenerse de cualquier procedimiento (no empezarlo o, si está empezado, archivarlo) y dirigirse al gobierno manifestando lo que estima conveniente. Pero la causa ya estará muerta para los siglos de los siglos y no se podrá resucitar.

Estas consideraciones vienen a cuento de que, a partir de mañana, con las acusaciones, especialmente la del ministerio fiscal, a los líderes del procés, los encarcelados y los otros procesados no exiliados, oiremos mucho hablar del principio de legalidad. Si, como la mayoría de penalistas ―no digamos ya los propios interesados, sus letrados defensores y varias organizaciones cívicas y democráticas, no necesariamente independentistas―, se sostiene que las calificaciones de las acusaciones no se ajustan a los hechos imputados, porque estos no integran ningún delito, estaremos ante una fractura muy relevante del sistema de derechos y garantías que se dice vigente. Una fractura, hoy por hoy, de consecuencias imprevisibles.

Veremos.