Desde el derrumbe que significó la moción de censura, el PP parece un OPNI (objeto político no identificado). Se diría, parafraseando a la candidata Saénz de Santamaría, que se encuentra en liquidación.

En efecto, el PP, por lo que hemos visto hasta ahora, más que un partido era un artefacto pragmáticamente autoritario, sometido a los designios autocráticos de un único líder. Desaparecido el último líder sin descendencia, ha pasado lo que sucedía en las monarquías medievales: guerras de sucesión bastante cruentas y estériles que, en función de su duración y despiadada intensidad, podían dejar el reino inerme, a merced de potencias ajenas, normalmente competidoras por hegemonías territoriales.

La moción de censura, ganada por alguien a quien no consideraban un peligro, pero despreciaban, Pedro Sánchez, acabó con un dominio tan cruel y arbitrario como de cartón piedra, que ha tenido como virtud dejar a la intemperie el partido que concitaba los intereses más casposos de la derecha hispana.

Si observamos la biografía de Rajoy, mucho más artero que el ígneo Aznar, en su carrera por deshacerse de todos sus competidores ha conseguido lo insuperable: se ha quitado a sí mismo de encima, cortando la hierba bajo los pies propios y de los de compañeros secundarios.

Por eso, el PP, huérfano de líderes, más que carismáticos, de mano de hierro, ha salido a buscar a uno, solo uno, porque hay que respetar la estructura del monarquismo, en sentido literal.

Paradójicamente, el PP, para volver a su autoritarismo monolítico primigenio, ha tenido que recurrir a vías ajenas, con las que ha provocado un extraño injerto: las primarias. Se trata de un sistema que con empeño y sin fortuna muchos intentan importar de Estados Unidos, con la misma efectividad que tendría un submarino surcando los Pirineos. Pero es lo que tiene la vacía postmodernidad de los estériles: la etiqueta antes que la cosa misma por encima de todo.

Estas primarias de pacotilla han pasado por alto dos elementos esenciales y han profundizado unas enemistades, literalmente, africanas dentro del propio partido. ¿Qué ha obviado este sucedáneo de primarias? Por lado, un debate ideológico público y multilateral entre los diversos candidatos, debate que tendría que haber sido la base para regenerar el partido. Así pues, a diferencia de las primarias genuinas, no ha habido ni debate público ni ideológico entre los candidatos a la presidencia del PP.

Esta ausencia de debate público, expresamente deseada, ha manifestado la debilidad ideológica y la falta de liderazgos sólidos y coherentes. Esta ausencia ha hecho evidente, una vez más, que la mentira es moneda común en el partido de la calle de Génova. En efecto, el conjunto de la ciudadanía, no solo los de la familia popular, perplejo, ha visto jibarizarse el partido de unos más que quiméricos 800.000 afiliados a 66.000 y pico cotizantes, únicos electores posibles. Otra gran mentira, que no tiene que sorprender, dado que proviene de un partido constituido sobre mentiras de todo tipo. Recordad, por ejemplo, la autoatribución, por parte de Cospedal: el PP como partido de los trabajadores.

En un debate democrático sobre la regeneración de un partido, del que sea, no pueden presentarse como paladines los que hasta ahora mismo lo han conducido hasta donde lo han conducido y lo han estrellado como un barco de papel contra la realidad, por ejemplo, de la corrupción en el océano de los sobres. Sobre la corrupción no hemos oído ni una sola palabra en lo que ha trascendido de los paupérrimos debates internos. Los debates, al fin y al cabo, han sido más propios de una sociedad secreta que de una organización política, como es un partido, que la Constitución —otro punto perdido por los autodenominados constitucionalistas— configura como expresión del pluralismo político y con estructura interna y funcionamiento democráticos.

Lo que hemos visto en esta caricatura de primarias tiene poco de democrático. Por una parte, uno de los candidatos, Pablo Casado, ya demostró con creces su talante cuando amenazó al president Puigdemont. Por otra parte, un cuarto candidato, García-Margallo, líder en un campeonato de ocurrencias pero, curiosamente, con buen predicamento mediático, anunció su postulación solo para evitar el triunfo de su exsuperior cuando estaba en el Gobierno. El resultado fue espectacular.

La ausencia de debate es lo que tiene. Eso y el olvido de los principios, como que quien tiene que gobernar es la lista más votada; unos principios, como se ha evidenciado, que no son más que una muleta para ir de ventaja en ventaja.

En este contexto, el irregenerado PP, quizás porque es irregenerable, ha dado aire a Ciudadanos, su archienemigo, cuando más tocado estaba el partido de Rivera, otro instrumento autocrático, después de no haber contribuido, ni con su abstención, al desahucio de los populares del Gobierno.

Si nada lo cambia —con toda la resistencia que la realidad ha demostrado en los últimos tiempos a ser sometida a pronósticos—, un grupo de perdedores del mismo establishment será el que desde los restos del naufragio de la (ocultada) corrupción a gran escala pilotará la no regeneración. Si los pronósticos se tuercen, tampoco cambiará nada: en ambos casos será más de lo mismo.

Que nada cambiará lo permite columbrar el hecho de que el posible nuevo capitán del barco popular está cuestionado por sus titulaciones académicas, tanto de grado (licenciatura) en derecho como de master (¡en la Rey Juan Carlos!). En la mejor tradición popular, se niega todo. La experiencia enseña, sin embargo, que, en muchos casos, ante las evidencias, ha habido que huir por la puerta de detrás y, en no pocas ocasiones, cayendo en las redes de la justicia. Ejemplos recientes tienen: Cifuentes y el papelote testifical de Rajoy, papelote que quizás tenga un revival en las causas que continúan abiertas, incluso con un rol más protagónico y no de mero comparsa medio amnésico.