La sentencia del procés, del lunes pasado, ha sido recibida como se merecía: rabia contenida y protesta inmediata. La ciudadanía no puede hacer nada más. A otros les corresponde dar la respuesta política. La respuesta de la calle es clara y sólida: libertad de los condenados y exiliados.

Lo que no puede hacer el poder político es dar espectáculos como los que da el actual Govern de la Generalitat. De un tiempo a esta parte, la diligencia política, el oficialismo catalán para ser más exactos, haciendo de la victimización bandera, dilapida el capital político que la ciudadanía le ha entregado.

Con la irrupción de la nueva política, que en Catalunya ha estado prácticamente dedicada al independentismo, se ha demostrado por todas partes que el cambio de hacer las cosas públicas no ha sido entendido por las clases oficialmente gobernantes. Las gentes, las buenas gentes, han tomado la calle, se han empoderado ―neologismo, sea dicho de paso, naïf y vacío, utilizado por los neopolíticos cools, cursis e inoperativos―. Pero la toma pacífica de la calle, el empoderamiento, no puede hacer funcionar la maquinaria de la cosa pública.

Estamos ante una energía desbordante y contagiosa, pero hay que conducirla para poder aprovecharla. Para entendernos, es como la lluvia intensa en las cordilleras, que proveen torrentes; si estas corrientes no son reconducidas como es debido, los beneficios del agua (desde su fuerza motriz a su capacidad nutricia) se irán al garete y, además, pueden devastar regiones enteras.

Los encaminadores de estos aguaceros son las instituciones; en la delantera se encuentran los políticos. Estos no pueden alabar la fuerza de la gente y, al mismo tiempo, no aprovecharla.

La tradicional miopía del oficialismo catalán no ve lo que tiene delante: la respuesta es la sentencia

La rabia, la indignación, el desconcierto de la gente ha contagiado a los políticos que, miméticamente, reproducen el discurso de la calle sin sacar la fuerza que tiene. Ciertamente, la situación es sumamente complicada. Nos encontramos inmersos en una emergencia nacional. Sin embargo, los responsables públicos no pueden hacer el llorica o no cobijarse bajo la bandera de una épica tan retórica como vacía.

Como tampoco se puede, aprovechando este caudal generoso de la ciudadanía, empeñarse, como toros cegados por los castigos de los toreros, en abordar una y otra vez el mismo muro sin obtener resultados. Esta épica reiterada deja al descubierto una incapacidad de acción cronificada y, por lo tanto, enfermiza, que conduce a la nada.

Si, como dicen que decía Einstein, buscamos resultados diferentes, no hagamos siempre lo mismo, hay que cambiar de estratégica y seguramente prescindir del star system político actual, por lo menos, de algunos, cuya estrella decae a simple vista. Las elecciones (tanto la oferta de elegibles como el voto) son un excelente sistema.

Uno de los mantras que del independentismo, reiterado como los derviches sus vueltas y revueltas, es que hay que forzar una solución política. La tradicional miopía del oficialismo catalán no ve lo que tiene delante: la respuesta es la sentencia.

El régimen español, por mucho que se jacte de democrático (mucha es la literatura sobre regímenes democráticos con zonas profundamente autoritarias y antidemocráticas) ha actuado ante el independentismo ―y hasta ahora hemos visto sólo el segundo acto― como un todo, como una máquina aplanadora. Esta es su respuesta. Agotar la capacidad de sacrificio de la ciudadanía en la vía que ha merecido esta respuesta parece que es una pérdida de tiempo histórica.

La incapacidad del catalanismo para percibir la esencia del españolismo más tridentino, al fin y al cabo, siempre resurgiendo, es digna de atención y... de urgente superación.

Mientras no se lleve a cabo un análisis realista y profundo de cuál es el oponente a las legítimas ansias de libertad de una gran parte del pueblo catalán, de cómo actúa, y se siga haciendo befa de él, no hay ningún tipo de salida. Se repetirán las embestidas y se repetirán los fracasos, la rabia y el dolor. Hace falta, pues, escoger otras vías, todo aprovechando la energía ciudadana y no malbaratándola.

No se tomen estas consideraciones con entreguismo o derrotismo. Los etiquetadores de guardia, como sumos sacerdotes de una ortodoxia que sólo ellos conocen, tienen una tendencia congénita a (des)calificar y no a analizar.

Las consideraciones precedentes son una reflexión sobre la necesidad de un cambio de paradigma político del soberanismo. No conozco el camino o caminos. Pero a ciencia cierta parece que el escogido hasta ahora no es el bueno.