El lunes se oficializó el reconocimiento por el inmenso mal causado, físico, psíquico y social, por parte de la cúpula de Bildu. Falta, sin embargo, una petición de perdón todavía más clara.

¿Cómo? Ofreciendo una reparación. El primer paso sería dejar de organizar, ciertamente cada vez más minoritarios, los ongi etorri a los miembros cuando vuelven desde la prisión a casa. Hay que organizar un sistema de reparación más efectiva, más tangible.

No tenemos que olvidar que ETA ha sido hasta su autodisolución una banda asesina, que ha matado a inocentes con toda la intención del mundo. Sobra decir que cualquier guardia civil o policía nacional o ertzaina o militante de cualquier partido era, en su lenguaje, un objetivo militar. Además, si moría un niño o un peatón, era un efecto colateral de la guerra.

De todos modos, un extremo todavía llama más la atención. Quien hizo la declaración no fue directamente ETA, sino dos políticos de un partido político legal y parlamentario como lo es Bildu, en concreto, Arnaldo Otegi y Arkaitz Rodriguez.

Al margen de sus antecedentes, más o menos próximos orgánicamente a ETA, por los cuales han pagado con pérdidas muy importantes de libertad, entre prisiones preventivas, sin condenas y condenas efectivas, esta petición de perdón tiene que proceder de la propia ETA, tanto de los dirigentes que lo están desmantelando como del colectivo de presos.

Reconocer el daño infligido de forma abierta es un paso de madurez y de camino hacia la libertad. Sólo los verdugos se esconden o se hacen pasar por víctimas 

Una vía intermedia fue la vía Nanclares. Recordamos que se produjo entre 2009 y 2011. Suponía un embrión de justicia restaurativa, aunque los beneficios penitenciarios no estuvieron nunca claros. Sin embargo, más dos decenas de presos solicitaron entrevistarse, en unos encuentros guiados por mediadores, con las víctimas o sus familiares. Cara a cara respondieron, siempre por iniciativa propia, por qué hicieron lo que hicieron a la víctima que tenían en frente. Muchas veces la respuesta no era fácil por la irracionalidad de los hechos.

Tan pronto como el PP, de la mano de Rajoy, volvió a La Moncloa, se puso fin a esta excelente vía de reconciliación y pacificación que trascendía las individualidades que participaron.

Con el parón de la vía Nanclares quedó patente, una vez más, el carácter cainita de la derecha hispana. O se aniquila al enemigo o no se puede dar nunca por cerrado un tema. Que ETA anunciara la disolución ahora hace justo 10 años es insignificante. ¿Por qué la autodisolución de ETA no tiene valor para los ultramontanos? Por una simple razón: la historia llevará el nombre de Rodríguez Zapatero y de Pérez Rubalcaba como artífices de la última y exitosa estrategia para acabar con ETA, sin ninguna concesión política.

Si los libros pudieran poner el nombre de Aznar, quien lo intentó a bombo y platillo en 1998, en esta página de la historia, no habría ningún problema en reconocer los méritos al Gobierno, pues habría sido el suyo. Como la victoria fue propiciada ―nunca se la apropiaron― por Rodríguez Zapatero y Pérez Rubalcaba, es una victoria no válida, obra de felones. Se ha pasado página y, quieran o no, no hay vuelta atrás. Ni el resentimiento ni la envidia son vía de progreso.

Tienen razón también los que dicen que no sólo ETA tiene que pedir perdón. Tenen que pedirlo también determinados organismos del Estado y determinados sujetos, quienes convirtieron la lucha policial y judicial legítima contra ETA en criminalidad de estado, cuando no en fuente de miserables beneficios personales.

Leer las sentencias condenatorias de miembros de las fuerzas de seguridad ―y de algunos de sus responsables políticos―, como consecuencia de la guerra sucia, hielan el alma. No tan sólo por las condenas en sí, sino por los relatos que describen, aunque no permitan la condena de otras personas que frecuentaban las zonas oscuras de la represión. Esta demanda de perdón también es necesaria, altamente necesaria, para cerrar heridas y reconstituir una sociedad sana. Estas gentes implicadas en la cara oscura del Estado, por el contrario, organizaron homenajes y peregrinajes a las prisiones donde algunos cumplieron condena hasta que llegaron los indultos, figura de la cual ahora muchos reniegan.

De todos modos, una parte de este país contempla impávida a otra parte importantísima de su sociedad que todavía espera una disculpa moral, simbólica si se quiere, por la represión del franquismo, entendida y practicada como razón de estado.

Alegar olvido, el paso del tiempo o la misma (falsa) paz social para no hacer institucional el perdón al cual las víctimas son acreedoras, no supone, sea cuál sea el verdugo, ponerlo a la misma altura que la víctima. Y eso sí que no. Sí que no en uno sociedad democrática. Esta igualación entre víctimas y verdugos es absolutamente inadmisible.

Por eso, reconocer el daño infligido de forma abierta es un paso de madurez y de camino hacia la libertad. Sólo los verdugos se esconden o se hacen pasar por víctimas. Y así sí que no.