Opinar sobre el último incidente conocido, grave, ahora sobre la mesa de negociación, justo en la puerta de entrada del salón donde se encuentra, no genera más que controversias y descalificaciones a diestro y siniestro, sin más argumentos que el resentimiento, mientras se mira el dedo y no la luna. Es el modus operandi en las redes sociales, donde las invectivas son más fuertes cuanto más anónimo y/o poco relevante el martillo de herejes. Nada de nuevo en Twitter.

Lo que ha sucedido en las últimas horas es un bombardeo amigo ―¿amigo?― sobre todos los que creen que la mesa es necesaria. Sobre todos los que consideran que es una oportunidad de oro para mostrar al mundo la voluntad y capacidad de negociación del independentismo y la intransigencia del régimen político español.

Pero he aquí que, por una vez, se han cambiado las tornas. Quien ha aceptado la mesa de negociación es el Estado, porque sus dirigentes actuales ―poco importa si es por convicción o necesidad― han reconocido explícitamente, por primera vez en la historia, que España tiene un problema político con Catalunya. Lo podrán disfrazar, vestir o embadurnar como quieran, pero esta ficha está encima del tablero y no hay quien la pueda retirar.

La mesa es una ventana de oro para mostrar al mundo cómo van las cosas en España. Si la mesa se bloquea por la parte catalana, la independencia sufrirá un descrédito del cual le costará generaciones recuperarse. Se perderá la partida sin bajar del autobús. Y Madrid ―sinécdoque eterna del Estado― habrá mostrado al mundo ―aquel que decimos que nos mira―: "Así son los catalanes". Todos. La victoria del Estado será abrumadora. ¿El antídoto? La unidad. No hay otra. Unidad.

Por eso, hay que dejar de lado la subasta de reproches históricos: no lleva a nada; en todo caso, a justificar rabietas actuales de unos y otros, cosa que vuelve a llevar a nada. Discutir quién es más nítidamente independentista y quién es más traidoramente desleal da el espectáculo de desbarajuste, de falta de seriedad y de imposibilidad de diálogo que hace enormemente feliz al Estado y sin gastar un cartucho.

Los consensos tienen que ser construidos sobre la unidad sin fisuras hacia el objetivo político que es la razón de ser de los partidos desde hace una eternidad enfrentados. La última vez que lo miré, el objetivo era la independencia

Como el objetivo, por definición, de los independentistas es la independencia, hay una herramienta básica e irrenunciable: la unidad férrea, a prueba de bombas, de los independentistas. Olvidar el sueño de una hegemonía resulta tan necesario como trabajar unidos hasta el objetivo final. Conseguido este, con una unidad indiscutible e indiscutida, ya se verá cómo son los modelos para gestionar la democracia que tendrán el favor más o menos mayoritario de la ciudadanía.

(Dicho sea de paso: pensar en mayorías absolutas es pura magia. Ningún sistema electoral que no sea mayoritario ―excepción en Europa― no garantiza ―y no siempre― mayorías absolutas. Las coaliciones son la norma de hierro de la gobernanza europea).

Cierro paréntesis. En el momento actual ―que se diría una eternidad― la unidad está tan lejos como la independencia. Es más: la desunión se ha vuelto sistémica. Aluvión de puntos para el campo contrario. Y sin haber empezado, como adultos, a enfrentar el tema del destino de Catalunya.

Ahora, el punto de fisura es que Junts ha designado para la mesa a dos políticos que no forman parte del Govern. No son dos políticos cualquiera. Son algunos de los héroes que la represión ha glorificado, Jordi Sànchez y Jordi Turull. ERC dice que tienen que ser miembros del Govern. Junts dice que el acuerdo de gobierno dice que la designación gubernamental de los miembros de la mesa se hará por consenso; no dice que tengan que ser miembros del Govern. ERC dice que el pacto no dice que puedan no ser miembros del Govern. Otra vez la logomaquia ―la verborrea― tan inútil como absurda.

Conviene revisar conceptos. Consenso no es imposición. Por demasiado tiempo la política de este país ―den a país la extensión que quieran― es tan de corto vuelo que ha hecho equivalente el cambio de cromos al consenso. Eso no es consenso. Consenso no es "yo acepto los tuyos si tú aceptas los míos".

El consenso sería: "formaremos, cueste lo que cueste, una delegación sólida y sin debatirlo en el patio de vecinos". ¿De qué hablaron los miembros del Govern, si no, en los ejercicios espirituales de hace un par de semanas en la Vall d'en Bas? Los consensos tienen que ser construidos sobre la unidad sin fisuras hacia el objetivo político que es la razón de ser de los partidos desde hace una eternidad enfrentados. La última vez que lo miré, el objetivo era la independencia.

Y en este campo, el realismo se tiene que imponer si se pretende ganar. Aunque separados por pocos miles de votos, los resultados electorales son los que son. ERC ganó a Junts. Es como el fútbol: ganar en la prórroga y de penalti; y la copa se la lleva quien gana. Quien gana tiene una pequeña o gran ventaja sobre quien ha perdido, por la mínima o por goleada, que el perdedor tiene que respetar. Son las reglas.

Pero, en todo caso, las discrepancias, lógicas y legítimas, se tienen que ventilar en privado; ni en los platós de televisión ni en los estudios de radio ni en las tribunas de los medios escritos y todavía menos en las redes sociales.

En resumen, la ciudadanía, más allá de los aguerridos puntas de lanza, asiste atónita a este tan poco edificante espectáculo. La épica se ha acabado ―hace tiempo―; toca ―desde hace mucho― gobernar. Gobernar en coalición ―acostumbrémonos― es llegar a puntos comunes sólidos y dar respuesta a las aspiraciones de la ciudadanía, respuesta que no sólo no llega en el tema primordial de la independencia, sino que hoy parece más lejos que ayer.

¿Cuándo se producirá el clic? ¿Cuándo se tomará el buen camino? Esta y no otra es la primera cuestión que a estas alturas no tiene respuesta. Bueno, sí que la tiene: la victoria de los que no quieren que cambie nada y, de paso, quedar como señores delante del mundo.