Una afirmación contundente seguida de una pregunta para nada retórica. "¡No a la guerra!". Por supuesto. ¿Quién puede estar a favor de la guerra, de que unas personas maten a otras de forma organizada como solamente el estado sabe hacer? Sospecho que ninguna persona moralmente sana está a favor de la guerra. Ahora bien, ¿eso supone que tengamos que asistir impasibles al aniquilamiento de Ucrania, tal como puede pasar en estos mismos momentos, cuando yo escribo estas líneas o cuando usted, lector o lectora, se las mira? Es aquí donde la duda me asalta.

La postura del ¡no a la guerra! es una postura moral decente, esencialmente decente. Tan decente como lo es, resulta radicalmente indecente, moralmente inadmisible, dejar que un estado sea víctima de la agresión criminal de otro. Decimos estado para abreviar. No nos referimos obviamente a las estructuras institucionales, sino a su gente, sus deseos, sus derechos, sus intereses, su cultura, su bienestar.

El ¡no a la guerra!, nacido quizás antes, pero consolidado contra la agresión a Irak como gran fake por la intervención de Mesopotamia en los atentados del 11-S, tenía una sólida base social y era fruto de una cultura empática y de generosidad, cultura de la cual no hicieron gala la totalidad de los diputados del PP que aplaudieron, de pie y con ganas el 4 de marzo 2003, abandonar las inspecciones de la ONU y apoyar la inminente decisión del trío de las Azores. Mentiras de destrucción masiva, lo llamamos.

Así pues, si le ponemos contexto, con el ¡no a la guerra! lo que se quería decir era ¡no a la guerra de agresión! Entre otras cosas, porque la guerra de agresión es un delito de la ley penal internacional (como intenté explicar el sábado pasado). No es sólo una tara moral, sino que la guerra de agresión es también un crimen gravísimo.

¿A santo de qué los ciudadanos de la nación agredida tienen que verse privados de la ayuda que les podría reducir, evitar o reparar los daños injustamente infligidos por los agresores? 

Aun así, hay voces, voces autorizadas también, que reniegan de la guerra de defensa, incluso de las medidas de presión económica. La razón: tanto la guerra física, su destrucción, como las medidas de presión, cuando no de estrangulamiento de la economía de la potencia que violenta el derecho internacional, las sufren no los dirigentes, sino la ciudadanía.

De seguir este razonamiento en apariencia de una pulcritud pacifista impecable, el resultado sería (o es) dejar a las víctimas de la agresión a su suerte. Reaccionar, como mínimo por parte de terceros, en su ayuda, ya sea militar o económica, crearía más víctimas todavía.

El resultado, me atrevo a decir, no parece muy convincente. No se ve la razón en virtud de la cual un pueblo tiene que subyugar a otro y recibir sus beneficios por pocos que sean y por mucho que los principales receptores sean los miembros de la cleptocracia oligárquica agresora y no recibir ninguna respuesta de la víctima.

¿A santo de qué los ciudadanos de la nación agredida tienen que verse privados de la ayuda que les podría reducir, evitar o reparar los daños injustamente infligidos por los agresores? ¿A santo de qué el histérico patrioterismo de los agresores? No hace falta recordar el Berlín o el Núremberg hitlerianos; recordad sólo las escenas argentinas durante la guerra de las Malvinas. Ahora resultará que las dictaduras agresivas no tienen apoyos internos y populares más allá de la fuerza bruta.

Sin embargo, en todo caso, habrá que convenir que si inmoral y delictiva es la agresión, moral y justificada es la legítima defensa. Como mínimo, dejaremos que los agredidos se defiendan. Y si para defenderse tienen que hacer daño al agresor, resultará plenamente ajustado a las normas morales que rechacen la agresión y proclamen proporcionalidad en la respuesta.

Pero no sólo eso. También está plenamente justificada, ética y jurídicamente, la ayuda material y efectiva, sea militar o económica, a quienes son víctimas injustas de un ataque injusto. No nos podemos quedar de brazos cruzados, presenciando como el abusador de turno destroza hasta los huesos a quien no ha cometido más ofensa que el hecho de existir y ocupar su propio espacio.

Por lo que parece, todavía es temprano, la guerra de Putin tendrá algunas consecuencias positivas a un precio humano, eso sí, inconmensurable: de repente Europa se ha hecho grande, algunos han abandonado la confortabilidad de una, en el fondo, falsa neutralidad y nos podemos permitir como europeos plantar cara a los abusadores, que, además, están en nuestras puertas.

Defenderse, pues, de las agresiones injustas, ayudar a quien se defiende a llevar a cabo una defensa eficiente no es que sea inmoral, es que es la única salida decente.