Hay varias formas de enfrentarse a los problemas, en especial los colectivos. Una es el maximalismo catastrofista, producto que, bien envuelto, puede dar gato por liebre. Rascada la superficie, no es más que un pertadismo reventador que no ofrece más que una solución grotesca, normalmente con sacrificio, a veces hasta la inmolación, de los otros. Revolcados en el vómito del desastre parecen salir triunfadores estos pensadores de barra de bar -cuando había- iluminados por un caliqueño rancio.

Al otro lado tenemos un posibilismo miedoso: se paga el precio que haga falta para salir de una situación hacia otra que se cree más provechosa, pero que no acostumbra a mejorar el pozo de donde se quiere salir; la debilidad que manifiesta, lo delata. Este tipo de posibilistas rehúyen el conflicto y las consecuencias ingratas que pueden producirse.

Estamos buenos, entonces, entre estos dos polos. No habría salida. Bien, sí, una: el fatalismo del 'eso no tiene arreglo'. Ninguna de las tres vías es operativa para encontrar soluciones dignas de tal nombre, aun teniendo en cuenta que salir del paso, no pocas veces, ya es una buena solución.

Estas ridiculizadas alternativas se nutren de la misma fuente, la madre de la estulticia. Igual que el agua tiene dos elementos, estas tres opciones tienen dos elementos. Estos dos elementos son: 1) que las cosas tiene que ser fáciles y rápidas; y 2) que, por lo tanto, hay soluciones mágicas o casi (depende de la astucia del operador).

Sólo los niños creen en soluciones rápidas y mágicas, aunque enseguida ven que eso no es posible. Pasa, sin embargo, que muchos adultos todavía son niños. Más que su mente, lo que se ha agrandado ha sido su ego. Por lo tanto, no se sabe a santo de qué siguen creyendo y actuando como si todo fuera fácil y rápido, es decir, mágico. Y se enfurruñan cuando los otros no los siguen.

No es sólo una característica de los catastrofistas: los miedosos y los fatalistas también piensan igual. Que no se podía haber hecho de ninguna otra manera: ir directamente, sin mirar hasta donde llega el suelo; contenerse tanto que uno se vuelve morado; o dejarlo, porque no hay nada que hacer  haga lo que se haga.

¿Entonces, qué? Nos queda, claro está, la política, que no es ni fácil, ni mágica, donde la astucia de la caja de Magia Borras no tiene cabida. Requiere, sin embargo, esfuerzo, constancia, conocer el oficio y administrar la osadía como la sal, por eso se dice que la política es un arte. También nervios de acero; nervios de acero para encajar los golpes, pero no para reaccionar. Ser político no es fácil. Y ahora sufrimos un déficit brutal: aquí, allí y más allá.

Como ya he dicho en más de una ocasión, antes que la ideología, que es imprescindible, hace falta el sustrato. De sustrato, sin embargo, sepan disculpar los lectores mi escepticismo, vamos muy faltos.

A fin de que nadie se ofenda de aquí ni de un poco más allá, vamos muy hacia allá. Biden acaba de hollar la cumbre. Trump responde tal como lo ha hecho durante estos cuatro años que no han aportado más que pesadillas y destrucción de la sociedad con la vacía fanfarronada del abusador.

Para este tarugo que es Trump, que se ha vendido haciéndose el tarugo y se ha demostrado en realidad un tarugo de los pies a la cabeza, la realidad, que él no modela a su antojo -pero eso es un mozalbete rico de cuna-, no es realidad. Por lo tanto, catastrofismo: cuanto peor, mejor: negar la realidad, acusar a los otros de falsarios y llevarlos a los tribunales, marcianos incluidos. Da igual si eso tiene éxito: a un incendiario le hace falta sólo fuego y él tiene una fábrica. A pesar de los más de setenta millones de votos (el perdedor más votado de la historia) sólo engaña los de su secta, que no son pocos, y eso es preocupante. Él, que nació ya con cuchara de plata, ahora se ve menospreciado. Se lamenta seguro de no haber dado el golpe de gracia a los piojosos que ahora lo han ganado con la victoria mayor de la historia de América del Norte.

En cambio, alguien cono Biden, llamado Joe y no Joseph, de origen mucho más humilde, hijo de una clase media que lo pasó demasiado mal, que no estudió en ninguna de las universidades del Ivy League (Trump, pudiendo, no estudió en ninguna universidad relevante) puede llevar de nuevo a la Casa Blanca a las clases medias multiculturales, con cierta visión no bipolar del mundo. Se le ha acusado de gris, de dinosaurio político (más de 40 años en el Senado), sin carisma, sin glamur. ¡Eenhorabuena! Es una persona decente, un adulto, no un niño mimado. Alguien que no menosprecia a los otros. Encima es un caballero, un señor, en una palabra. No quiere ser otra cosa que lo que se ve. Se ha forjado a él mismo. El envoltorio, cuando es sólido, es necesario, realza el objeto y no queremos desprendernos de él.

Biden ha tenido que luchar contra Trump -lógico-, pero también contra los suyos, que no han apostado, inequívocamente, a favor de él. Me recuerda a Pasqual Maragall. Ha hecho lo que tiene que hacer un político: ha huido del catastrofismo, el pesar y el fatalismo. Ha hecho política. Solo hace falta verlo en sus comparecencias, en vivo y en directo, no escudado -nunca mejor dicho- detrás del sello presidencial que indignamente todavía lleva Trump, el catastrofista.

O sea, que ante la tentación de lo mejor es lo peor, o que lo mejor es salirse por la tangente o que lo mejor es el diluvio universal, política, que no es magia, que no es fácil y no es rápida. De vez en cuando, demasiado de vez en cuando, encontramos ejemplos de ello.