Muchas veces, quizás demasiadas y todo, cuando analizamos una situación, lo que hacemos, más que un análisis propiamente dicho, es construir una especie de ucronía. En efecto, no analizamos lo que ha hecho tal o cual persona, sino que, subconscientemente, analizamos lo que nosotros hubiéramos hecho en esa situación. En definitiva, no retransmitimos lo que realmente pasó.

Si, por ejemplo, contemplamos una de las cumbres de la pintura de todos los tiempos, Las hilanderas de Velázquez, la percepción es de una lluvia de mensajes, mensajes que han ido variando con el tiempo, a medida que los críticos han ido descubriendo la pequeña o gran historia del cuadro y de su conservación y alguna que otra manipulación. De todos modos, cuando nos adentramos en la composición y profundidad del cuadro, con escenas diversas escalonadas, la iluminación dada a algunos personajes o el movimiento de la rueca a base de suprimirle los radios, rueca movida por una anciana ―la diosa Palas Atenea―, a ningún espectador se le ocurrirá ponerse en el lugar del maestro sevillano y describirnos el lienzo como él lo hubiera compuesto. No lo hace porque ni interesa ni es relevante.

Pasamos del Prado ―casa de las hilanderas velazquianas―, a poco más de un kilómetro y medio de distancia, y situémonos en la plaza de la Villa de París, sede de las Salesas, antiguo convento que la desamortización convirtió, pasados unos años, en sede del Tribunal Supremo.

La posición de los espectadores-analistas que nos transmiten el juicio al procés del 1-O es radicalmente diversa a la del espectador museístico. En líneas generales y más allá del lógico sesgo político consustancial a cada uno, nos han transmitido la primera sesión, por así decirlo, real del juicio, la que empezó con la declaración del vicepresident Junqueras el pasado jueves día 14, con un transfondo impregnado en subjetividad, no tanto de crítica política, sino en el sentido de lo que hubiera hecho el narrador de la declaración y, por lo tanto, de lo que hubiera tenido que hacer Junqueras.

La actitud procesal de Junqueras puede ser criticada, faltaría más; criticada, pero teniendo en cuenta que es el principal imputado a disposición del tribunal y a quien pide la fiscalía ―dejemos de lado la broma de mal gusto de la extrema derecha, preocupada por los lazos y no por los derechos de las personas― 25 años: la pena máxima del asesinato, sin ir más lejos.

Junqueras y Forn, cada uno con su estilo y su personalidad, avanzaron ya algunas pistas que darán seguro mucho juego

Una ojeada a titulares escritos y radiados dan a entender que Junqueras guardó silencio ante el tribunal. Reconociendo, muchas veces de mala gana, que guardar silencio en sede judicial es un derecho fundamental indestructible e inderogable ―cosa que no pasa con todos los derechos fundamentales―, da, incluso se hace dar, la sensación de que Junqueras calló. Lo podía haber hecho, pero no lo hizo.

Como, también para los duros de memoria, se puede apreciar en el link anterior, Junqueras declaró durante más de hora y media. Callado, precisamente callado el referido por un desgarbado fiscal como Oriol/Uriol, no estuvo.

La táctica de Junqueras era, según mi opinión, clara y, por qué no decirlo, acertada. Quería y consiguió ofrecer su relato de los hechos, con fuerte carga política y autobiográfica, sin interferencias y perfectamente construido. Es decir, quiso hacer una cosa que el día anterior, otro fiscal, este sí más dotado como litigador, censuró. Quiso hacer un relato alternativo al de la acusación. En efecto, el fiscal Zaragoza, groseramente desde mi punto de vista, en su primera intervención el miércoles por la mañana, avanzándose a las defensas, dijo que pretendían confeccionar un relato alternativo. Pues claro, de eso va cualquier juicio: al relatado de la acusación se contrapone el de la defensa. Por eso la vista tiene que ser un debate contradictorio sin limitaciones.

Faltaría más que la defensa tuviera que pasar por las horcas caudinas del fiscal asumiendo su relato, relato que, como manifiestan muchas absoluciones, resulta puramente quimérico con una relación muy informal con la realidad. Si las defensas no pueden ofrecer su realidad alternativa a la de las acusaciones, ¿dónde queda la contradicción, dónde queda el derecho de defensa, dónde queda el juicio? Mucha soberbia para tan poca gasolina como parece que llevan en el depósito las acusaciones por la parte de juicio que hemos visto ya en sus tres primeros días.

En el fondo, el transfondo católico, más exactamente, tridentino y de fe del carbonero, de Fray Justo Pérez de Urbel y de sus ejercicios espirituales nacionales radiados en la negra España de los años cincuenta-sesenta, pesa y pesa mucho, demasiado incluso. Todavía creemos en el poder redentor de la confesión, confesión que tiene que ser coherente, faltaría más, con el pecado que nos piden confesar. Este sustrato ideológico no es que sea moderno, propio de una sociedad avanzada, es que no es ni liberal. Los propios liberales ya lo rechazaron en el siglo XIX cuando redactaron la resistente y todavía vigente ley de enjuiciamiento criminal. Una lectura de su exposición de motivos, con dominio envidiable del castellano, fruto de la pluma de su autor, Alonso Martínez, es altamente recomendable no sólo para juristas, sino también para el público en general, público en general sensible con las garantías del estado burgués, tan poco desplegadas, muchas veces, todavía.

Si en un juicio hay una exposición interesada, aunque se corresponda con la verdad, es la del imputado

Se contrapone la contundente, rotunda, apasionada y siempre fina declaración de Junqueras a su letrado al esgrima verbal que quiso afrontar un Joaquim Forn absolutamente brillante que, en realidad, no tuvo contrincante en ninguno de sus dos interrogadores. Su chapucería, fruto quizás de la ausencia de determinadas habilidades, es consecuencia, según mi opinión, más bien de la falta de material fático del que disponen. El humo es poco sólido para enviar a gente a la prisión.

Querer entender el procés como una especie de reality judicial es un gran error. Habrá momentos de tensión que llamarán la atención, pero mucho más relevantes serán elementos fácticos y precisiones, muchas veces, en letra pequeña, que pueden hacer cambiar el transcurso del hilo procesal. Junqueras y Forn, cada uno con su estilo y su personalidad, avanzaron ya algunas pistas que darán seguro mucho juego.

Por último, como elementos de convicción, las declaraciones de los procesados son poco sustanciosas. Dado que tienen el derecho a callar y a no decir la verdad, los tribunales, aquí y por todas partes, toman sus manifestaciones cum grano salis ―perdonad el comprensible, pienso, latinismo―. Si en un juicio hay una exposición interesada, aunque se corresponda con la verdad, es la del imputado. Cautela, pues, con todo lo que no venga ratificado por los hechos o testimonios imparciales de terceros.

Bueno. Al fin y al cabo, Junqueras no guardó silencio, ofreció su relato y fijó los hechos que soportan sus tesis de defensa. Que este comportamiento no guste a quien hubiera actuado de otra manera, como profesional o como improvisado defensor, sobra, incluso es frívolo.

Ninguno de nosotros es ni Junqueras y ni Andreu Van den Eynde, su altamente cualificado abogado defensor y, por lo tanto, ni sabemos las mutuas confidencias ―secreto profesional: otro derecho fundamental― ni los vaivenes de sus decisiones a la hora, siempre extremadamente difícil, de elaborar una estrategia y llevarla a cabo, y más en un proceso, como el juicio por el 1-O, de enorme voltaje político y pasional.

No en vano es, también, un juicio al sistema político español, a su nula porosidad, aquí, representado por una justicia que, hasta ahora, no ha sido homologada por sus colegas europeos.