El obsoleto y sesgado sistema electoral español —que rige en Catalunya por la impotencia de la clase política vernácula a la hora de hacer una estructura de estado propia— tiene dos peculiaridades dignas de mención. Por una parte, la Junta Electoral, el órgano de control administrativo dependiente de las Cortes, que supervisa las elecciones, se dedica a practicar la censura sobre las cosas más mínimas con criterios tronados y poco democráticos. De la otra, sin ser un caso aislado, se impone por ley un día de reflexión antes de la jornada electoral. Vamos a por la segunda nota de color.

Como si fueran adolescentes alborotados hormonalmente, el sistema obliga a los ciudadanos en una especie de reclusión espiritual paternalista por elucubrar sobre el voto que pondremos —o no— en la urna el día siguiente, es decir, hoy. Paternalismo y democracia casan mal y añaden una espina más a la rosa de la democracia. La española tiene tantas que prácticamente pincha y hace sangre cada vez que se la quiere coger para utilizarla. Porque, al fin y al cabo, no olvidemos que la democracia está para utilizarla a fondo y en todo momento. No está solo para enseñarla a las visitas, como las cuberterías de plata anticuadas que en realidad no se utilizan.

Aprovecho, pues, la oportunidad que me da el sistema electoral español de reflexionar para dar un particular, muy particular, vistazo a esta campaña electoral, teniendo en cuenta que, al salir, entramos de lleno en otra, para más inri, doble. ¡Qué hartón de reflexionar que nos vamos a hacer esta primavera!

En esta campaña electoral se ha hablado mucho de algunas cosas; otros, no hemos oído propuestas. No discuto lo que digan los programas, que muchas veces no pasan de ser fórmulas vacías y brindis al sol. Lo que me interesa es lo que ha dominado el debate publicado o, por el contrario, aquello que ni siquiera ha salido a relucir, digan lo que digan los programas partidarios.

Una cosa que no hemos visto en el debate electoral ha sido la desigualdad y la pobreza. Es un hecho cierto que hoy somos, en conjunto, más pobres que en el 2007. La crisis, ya saben. Pero la pobreza, como la riqueza, en buena medida depende del azar, que es la vida misma. Lo que sí depende de nosotros como sociedad es cómo se reparte esta riqueza/pobreza. I Espanya —también en Catalunya— se ha repartido muy mal lo que hay había. Como demuestran todos los estudios serios, los ricos son más ricos y los pobres son más pobres. Consecuencia: un aumento de la desigualdad sin parangón en el mundo occidental, incluso señalado —hipócritamente— por alguien tan poco sospechoso como es el FMI.

Una cosa que no hemos visto en el debate electoral ha sido la desigualdad y la pobreza. Es un hecho cierto que hoy somos, en conjunto, más pobres que en el 2007

Al ser una sociedad mucho más desigual que antes de la crisis, se ha conseguido el premio de ser una sociedad más injusta, mucho más injusta. La insignia de esta injusticia es la del trabajador pobre. Es decir: el trabajador que, a pesar de tener un empleo remunerado, ve que su salario no le da para vivir: el no llegar a final de mes —ni a medio mes— es una realidad en más de un millón de hogares. Para los que tenemos algún trienio, el estado actual de cosas nos recuerda la miseria también económica del franquismo, miseria de la que se salió gracias a un esfuerzo inconmensurable de los entonces solo súbditos. Uno de los mecanismos era el de "hacer horas", o sea, horas extras; otro, muy frecuente, era tener dos trabajos. Salimos de la miseria franquista porque, además de empeño personal agotador, se avistaba un futuro. Había una pizca de optimismo de un mañana mejor. Hoy hay esfuerzo, y tanto que hay, pero optimismo, poco. Hemos asumido como sociedad que no estaremos mejor mañana que anteayer. Melancolía, pues, sistémica: la propia del estado del malestar. De eso no he oído hablar en ningún sitio menos en una región: Catalunya. El independentismo es, en este contexto, una ideología de optimismo. Por eso se apuntan tantos.

Quizás por eso sí hemos oído hablar de Catalunya. Pero diciendo que lo que pasa en Catalunya es un problema de Catalunya. Que estamos —más bien están— ante un problema propio de Catalunya lo oímos como una palinodia que da sueño. Prácticamente nadie —hablo de los partidos estatales— han planteado dos elementos esenciales. El problema es español y el problema se tiene que resolver políticamente. En general, los partidos estatales obvian, intencionalmente o imprudentemente, que España tiene que encarar el mayor problema institucional de su historia moderna y que, dado que se trata de un problema institucional, solo tiene una respuesta política. Pues bien, salvo Unidas Podemos, no se reconoce el problema y la solución "a lo de Catalunya" es más represión, ya sea con un 155 inmediato y permanente o la vía judicial, que no cesa ni, por lo que se puede predecir, cesará.

No solo eso. El statu quo partidario se ve amenazado ahora por una extrema derecha, cada vez más abiertamente ultranacionalista reaccionaria, cuando no abiertamente fascista. Hablo de ese grupo que ejerce la acusación popular en el juicio del procés.

¿Cuál es la causa del surgimiento de este movimiento? Los intelectuales orgánicos y los medios de comunicación en quiebra financiera crónica lo tienen claro: el independentismo. En palabras de Pablo Iglesias –que enseguida las dejó de lado-, el independentismo ha contribuido a despertar al fantasma del fascismo. Lo que es importante en la política de pueblo es tener a mano siempre a un chivo expiatorio. Exactamente como han hecho en Canadá, con Quebec, o en el Reino Unido con Escocia, ¿verdad? Esta gran explicación causal deja sin explicar casos como Francia, Holanda, Alemania, Italia y, también, por lo que se ve, las siempre secesionistas Suecia, Dinamarca o Finlandia. ¡Claro está! La ligereza o el apesebramiento es lo que tiene.

Tal como lo veo, el balance de la campaña no puede ser más decepcionante. Este balance da un resultado que vierte a la catástrofe: los problemas se esconden. Recuerdo una frase atribuida al dictador: el tiempo lo solucionará. Así siguen, adornados incluso con relucientes títulos académicos, los gurús de guardia.

Hasta aquí mi reflexión. Y a celebrar la liga.