Enfermedad eterna de los que todo lo ven mal, en los otros, claro. Que todo se hace tarde, los otros, claro. Que la lucha hace aguas, por culpa de los otros, claro. Y así hasta el infinito.

Esta tendencia de dar la culpa de todo lo que no nos sale como queríamos a los demás, no es nueva, pero es una característica casi genética del independentismo más hiperventilado

Algunos, ingenuamente, tenían prisa y creían que eso de la independencia sería en vivo y en directo, en un abrir y cerrar de ojos y sin negociar, también, claro. Se han intentado dos referéndums proindependentistas que han sido un éxito democrático y popular, pero no político. La prueba es donde estamos y con un coste institucional y personal brutal. En esta percepción refractada de la realidad, el hiperventilismo ve que los referéndums —válidos o no, da igual, internacionalmente— son efectivos, han traído la independencia y que no ponerla en práctica por las instituciones es una pura traición.

Sinceramente, la independencia, por más que sea deseada por una gran parte de la ciudadanía catalana, apenas es demoscópicamente mayoritaria, pero en ningún caso electoralmente mayoritaria. Todavía no. La democracia, incluso practicada informalmente y al margen de las vías institucionales, tiene una regla básica: mayorías y minorías. Estas mayorías —no hace falta que sean cualificadas— no las tenemos todavía. Todavía no.

El hiperventilismo ve que los referéndums son efectivos, han traído la independencia y que no ponerla en práctica por las instituciones es una pura traición

Si a nuestros dirigentes les da un ataque de mínima eficiencia y se ponen a gobernar y garantizan el derecho a un buen gobierno, al que como ciudadanos tenemos derecho, las elecciones previstas del 14-F podrían ampliar la base. Todavía podría ser. Es un presupuesto gobernar razonablemente bien. Puede ser una vía eficiente y provechosa para que te voten a ti más que a los demás.

En democracia eso significa la mitad más uno de los votos. No hay otro modo. Ninguno otro. Una forma segura de no ampliar la base, de no llegar a la mitad más uno de los votos es no gestionar bien ni dar la sensación de que se gestiona bien.

No se gestiona bien, sino al contrario, cuando dentro y fuera del gobierno, en todas las instituciones en las que participan, los dirigentes aprovechan la mínima —y si no es que se buscan una— para desacreditar a los compañeros imprescindibles del camino hacia aquel hito que antes se llamaba Ítaca.

No es gestionar bien, ni mucho menos, que la ciudadanía crea que no se tiene un proyecto claro. Lo demuestra el hecho de no hablar claro, de no actuar deliberadamente con los actores sociales y económicos desde el minuto cero. Lo demuestra contradecirse, no ya con los que tendrían que ser amigos y aliados sin fisuras, sino con uno mismo.

Gobernar bien supone, al fin y al cabo, poner en valor las instituciones de las cuales se dispone. Instituciones un poco o muy capadas, es cierto, pero son las herramientas que tenemos. De no poner en valor las instituciones ya se encarga el hiperventilismo; no hay que hacerle el trabajo. Su principal deporte es ponerlas a parir sin piedad. Un ejemplo reciente lo tenemos con la restitución del major Trapero, que para desprestigiarlo se le ha tildado de todo y, de paso, se ha cargado contra los Mossos. Motivos hay; es muy cierto. Pero la vía de gobernanza es su reforma constante y no pedir no se sabe exactamente qué: ¿abolirlos, milicias populares, las policías del Estado...?

Hiperventilar es un placer fugaz, si es que llega a ser un placer. Pero los placeres si los paga quien no los disfruta, no es democrático. Es poner la propia, digamos, ideología por encima de todo y que la factura se la pasen a los demás. Una especie de gratis total.

Es el retrato perfecto de los gorrones. Hiperventilados, eso sí.