Ahora que celebramos el 50.º aniversario del Watergate —recomiendo la serie Gaslit, que comentaré en verano—, de un tiempo a esta parte, antes y después del CatalanGate, va saliendo a la luz el espionaje como deporte nacional español. No sólo el Estado en todas sus sucias facetas, sino también los particulares o inquilinos menores del poder.

Por una parte, las empresas con cierto volumen contratan como jefes de seguridad a exmandos policiales, tanto por sus habilidades como por sus agendas. Así, hemos visto, a modo de ejemplo, como tres empresas del Ibex tienen altísimos directivos implicados en la causa Tándem. El motivo: pidieron la ayuda de Villarejo. Así pues, tenemos al BBVA, Iberdrola o CaixaBank. Sus directivos entran y salen de la instrucción según los recursos, que todavía no han acabado.

Dejando de lado —lo que es mucho dejar— el CatalanGate y las actividades relacionadas con el espionaje ilegal hasta que se demuestre que es legal, la prensa de investigación ha hecho aflorar un nuevo escándalo, que presenta unas dimensiones también mayúsculas y que hay que añadir al historial del cortijostate.

Se trata de que una diputada, además ajena institucionalmente a cualquier aparato de seguridad, habla con Villarejo —¿cuántas horas tenía el día para él?— y le propone espionajes y montajes diversos respecto de políticos catalanes. Así, Sánchez-Camacho quiere que se espíe —así lo escuchamos— a Giró —entonces, en la Fundación de La Caixa (lo que, dados los antecedentes, no dejaba de presentar un conflicto de intereses, ¡incluso para Villarejo!)—, a Mas o a Duran i Lleida, así como ensuciar, como demuestra el CamargaGate, lo máximo posible a los Pujol, padre e hijo (Josep), vía una antigua amante que después ha quedado al descubierto que cobró por todo el trapicheo que salió a la luz.

Que una senadora o diputada pueda organizar la caza ilegal de sus contrincantes políticos choca con las bases más elementales de la democracia más pobre imaginable

Esta vez, ni el PP ni su senadora multi-regional se han tomado la molestia de decir que es un tema antiguo. Han oído el tema como quien oye llover: no han dicho palabra, tan seguros están, no sólo de su impunidad, sino de que cuentan con el aplauso de un sector de la sociedad española, el del "a por ellos". A la mínima que nos despistamos, todavía alguien recibirá, en lugar de una pena criminal, una medalla; como las que el ministro de la época otorgaba a las vírgenes con la bendición de la justicia.

Que una senadora o diputada pueda organizar la caza ilegal de sus contrincantes políticos choca con las bases más elementales de la democracia más pobre imaginable. Por si fuera poco, se trata de contrincantes con los cuales curiosamente, casi al mismo tiempo, mantenía relaciones políticas, y en un momento dado, en 2012, incluso de coalición de facto. Además, estas actividades se llevaban a cabo —coordinadamente, es más que plausible— con la puesta en marcha de la Operación Catalunya o el caso de De Alfonso, todo orquestado bajo la batuta del piadoso Fernández Díaz, todo bien afinado. Y hay que reiterarlo: con total impunidad. Eso es corrupción política sistémica y no hace falta darle más vueltas.

Como también lo es el hecho de que durante el gobierno actual y bajo sus directrices se ha espiado, como demuestra el CatalanGate, a agentes políticos, sociales y profesionales catalanes, desde, como mínimo, el 2015. Ya nos hemos referido de sobras, no sé si lo suficiente, a este hecho, del cual nadie ha dado ninguna explicación. Que manifieste el responsable de una actividad que es legal y que todo el argumento radique en su palabra, supone una tomadura de pelo a la ciudadanía, en general, y a las víctimas de la injerencia, en particular. Si fuera legal, se habría mostrado públicamente. La excusa de la seguridad nacional no cuela. Primero, porque es un cajón de sastre donde cabe todo; todo es nada. En segundo lugar, porque al mismo tiempo había investigaciones judiciales en marcha, alguna de las cuales, tanto desgraciadamente como torpemente, continúan. Al fin y al cabo, a qué viene una investigación de inteligencia (?) si hay una investigación judicial ya en marcha sobre los mismos hechos.

La respuesta es fácil: no son los mismos hechos. En efecto, se quiere investigar no un delito, sino que se quiere monitorizar la disidencia, saber dónde está políticamente cada uno, cómo se piensa plantear la defensa de los encausados y, finalmente, a pesar de ser considerados enemigos del Estado, ya que por eso la inteligencia los escruta, saber cómo piensan negociar para dar su apoyo a quien los espía. Porque si el Gobierno no los espiaba, el Gobierno tiene un problema enorme; y, si los espiaba, también. En todo caso, esta es la democracia avanzada: poderosos del Ibex espiando —cuando menos, contratando espías—, políticos espiando por su cuenta y el Gobierno, o alguien en su nombre o al margen, espiando.

Con el Watergate se espió a los oponentes políticos, se hicieron fechorías a mansalva, se cayó de lleno en la ley penal. Ciertamente, no fueron todos castigados. Algunos fueron castigados con penas, sin embargo, benignas y la mayoría recibió indultos posteriormente. Sin embargo, el líder de toda la trama, el presidente de los Estados Unidos, Richard Milhous Nixon, tuvo que dimitir y su bien ganado mote de Tricky Dick (Quique el tramposo) lo acompañó para siempre, hasta su muerte. No acabó en la prisión, pero sí sin una pizca de honor.

Las comparaciones, ciertamente, son odiosas.