El tópico dice que las elecciones son la fiesta de la democracia. Si es así, ¿por qué no vemos a familiares, amigos, conocidos y saludados, en casa, en el trabajo, en la escuela, en la calle, en las redes dando botes de alegría por volver a votar? ¿Por qué, por el contrario, todo el mundo de a pie a nuestro alrededor echa humo por las orejas por tener que volver a votar, este año por tercera vez y en cuatro años en cuatro elecciones generales?

Esta seria anomalía supone una nueva crisis del sistema que, en manos de los autodenominados constitucionalistas, pasan la Constitución, el interés general y la democracia por allí donde no se tienen que hacer pasar.

De las muchas barbaridades democráticas y constitucionales a las cuales hemos tenido que asistir, señalaría tres muy significativas por su chapucería y nula sofisticación.

La primera sería que, en lugar de ser el Congreso de Diputados, a pesar de la dicción directa y clara del artículo 99 de la Constitución, ha sido el Rey, actuando como soberano y no como monarca parlamentario ―tal como establece el artículo 1.3 también de la Constitución―, quien ha declarado desierto el nombramiento de un candidato a primer ministro. A quien le toca, vista la sencilla norma, es a la presidenta del Congreso, después de la correspondiente sesión fallida.

Como rememoraba Martín Pallín hace unos días, Rajoy fue elegido premier sin tener los votos. Fue elegido porque fue propuesto sin tenerlos. En el ínterin entre la propuesta regia y la votación, echaron a Sánchez, el PSOE se abstuvo y Rajoy, repito, sin los votos mayoritarios, obtuvo mayoría simple. Ahora el Rey ha sustraído al Parlamento el debate necesario al no proponer a nadie. Todo por orgullo y comodidad. Un tipo del secular borboneo.

Se nos ha recordado hasta el aburrimiento que España es un país gobernado por la ley, dentro de la ley y bajo la ley: pues bien, aquí se ha cogido un atajo, creando una vía constitucional inexistente. Así es constitucionalista cualquiera.

Estos políticos de pacotilla olvidan que delante de la urna el voto es un arma poderosísima en manos de cada ciudadano, que es plena y absolutamente soberano para decir lo que quiere y que no tiene que justificar por qué ha votado, no ha votado o no ha ido a votar

El otro error del sistema radica en querer convertir un sistema parlamentario ―gobierna quien más votos tiene― en un sistema presidencialista ―gobierna quien gana las elecciones―. El empeño de Sánchez, haciendo todo tipo de maniobras y utilizando una retórica simplista, ha manifestado lo que muchos avistaban cuando parecía que demostraba fuerza moral al levantarse cuando fue defenestrado el uno de octubre del 2016 de la secretaría general del PSOE: que sólo le interesa el poder por el poder, que es un poderadicto. Un puro situacionista que dice lo que a cada momento le conviene. A Jordi Évole le explicó su aventura y por qué, al querer pactar con entonces Podemos, no le dejaron y lo echaron. O cuando agradeció a Esquerra su voto, pero hace unos pocos días le dijo el nombre del cerdo políticamente hablando, negándole la condición de ser de izquierdas.

Que nadie se preocupe por este cesarista político: si vuelve a ganar las elecciones sin mayoría absoluta ―cosa hoy por hoy fuera de la realidad― y Unidas Podemos le hiciera falta, habría acuerdo. Es lo que tiene la adicción al poder.

El tercer error, este todavía más radical, es haber dicho en la entrevista televisada que le hizo La Sexta el jueves pasado que no podría dormir con los de Iglesias en La Moncloa. Él y, según él, el 95 por ciento de los ciudadanos. Quizás estos poderes de adivinación, hasta ahora desconocidos, son los que le han llevado a convocar elecciones, pues debe presentir que las ganará sin bajar del autobús. Petulancia.

Mal las instituciones democráticas, la democracia parlamentaria, que ni actúa, ni quiere ni buscar el consenso con otros grupos para sumar una mayoría parlamentaria, como mínimo, para ser nombrado presidente del gobierno. Es una falta de respeto a todos los partidos y a la ciudadanía en general. Con qué derecho se cree este presidente en funciones, presidente frustrado al frente del gobierno, para menospreciar a quien no pasa por su diktat: para unos la abstención, para otros los votos. Todo gratis total, claro está.

Finalmente, la guinda del pastel: hacer volver a votar a los ciudadanos otra vez sin haber sido capaz de acceder al gobierno es decir a los ciudadanos que han votado mal, que están equivocados. Y desde este despotismo cesarista se les insta en una nueva ocasión a votar bien, es decir, a votarlo a él y a él por encima de todo. ¿Qué pasaría si el ciudadano decidiera votar bien y para el ciudadano votar bien fuera no votarlo a él?

Estos políticos de pacotilla, que riñen a la gente haciendo como si adivinaran sus pensamientos, pero no resuelven sus problemas cotidianos, olvidan que, a pesar de todo, a pesar de las restricciones democráticas, delante de la urna el voto es un arma poderosísima en manos de cada ciudadano, que es plena y absolutamente soberano para decir lo que quiere y que, es más, no tiene que justificar por qué ha votado, no ha votado o no ha ido a votar. Quien olvida eso está más cerca de la autocracia que de la democracia.