Un término acuñado por la prensa de Madrid, ya hace más de dos décadas, y que aquí empieza a extenderse, es el de constitucionalista. Se refiere a aquella persona que blande la Constitución de 1978 como una verdad prácticamente inmutable. Trasciende al ejercicio profesional de una determinada rama del ordenamiento o del saber jurídicos, perfectamente respetables.

De entrada, cabe decir que, así utilizado, es un término tóxico. En efecto, algunos, con más cinismo que razón, dicen que, obviamente, como toda obra humana, se puede cambiar. Ahora bien, se cambia, si se goza de la mayoría legal para hacerlo. Lo dicen sabiendo que esta mayoría no existe, porque no hay ninguna voluntad de diálogo para llevar a cabo cambios.

Y no sólo en el tema de la concepción territorial de España. También en el de la superación de la monarquía, la postura del ejército, la peculiar selección de los integrantes de las funciones públicas y administrativas, la preeminencia de la Iglesia católica sobre todos los credos, religiosos o no ―de hecho, es la católica la religión oficial de la monarquía―, la falta de subordinación económica al verdadero interés ciudadano, la garantía de los derechos laborales básicos, un sistema electoral que refleje la realidad social y no los intereses partidistas, las mayorías reforzadas que bloquean cualquier progreso institucional, derecho a la vivienda, el respeto real hacia las lenguas no castellanas... y tantas otras cuestiones prioritarias.

Cuando el españolismo blande la palabra constitucionalista, lo que está llevando a cabo simultáneamente es: 1) arrogarse una posición de superioridad; 2) expulsar del consenso político básico a quien piensa en la insatisfacción de la Constitución, 3) excluir así cualquier posibilidad de reforma radical; 4) iniciar la criminalización del disidente; y 5) dotar la Constitución sólo de una interpretación única, la suya, válida, con la consecuencia de que cualquier otra interpretación es imposible.

Estamos, de hecho, ante una nueva muestra de intolerancia dogmática casi tridentina. La única posibilidad de cambio es el asalto ―para nada violento― del sistema, por ejemplo, mediante una desobediencia generalizada y duradera en el tiempo.

Pues porque el constitucionalismo, sin un sólido principio democrático sobre el que edificarse, se vuelve, como sufrimos, autoritarismo, más o menos sangrante

Para estos constitucionalistas exclusivistas, los nuevos reaccionarios, vista su política refractaria al más mínimo cambio, lo único posible, como lo están experimento otros constitucionalistas de baja intensidad, como es la actual coalición monclovita, es gobernar ellos y sólo ellos. Los nuevos compañeros de viaje son, para algunos, estos tibios constitucionalistas, ahora, gubernamentales.

De esta suerte se plantea el inmovilismo como política, la reducción a mínimos intolerables de la discusión política y la exclusión de la crítica del área política. Eso está claro. Pero la autoatribución de constitucionalista, en régimen de monopolio ―¡vaya lo monopolistas que son los llamados liberales!―, no la podemos aceptar el resto.

El constitucionalismo tiene muchas formas, muchas dimensiones y muchas derivas. Lo único incompatible con el constitucionalismo es precisamente atribuirse (y dejar que se lo atribuyan) la condición de constitucionalista. También no es de constitucionalistas quien está en contra radicalmente de la Constitución vigente, pues la quiere sustituir por otra, sin violencia, por poco o mucho que siga las pautas constitucionales formales.

¿Por qué? Pues porque el constitucionalismo, sin un sólido principio democrático sobre el que edificarse, se vuelve, como sufrimos, autoritarismo, más o menos sangrante.

En resumen, los intolerantes pueden atribuirse en exclusiva la constitucionalidad de todo lo que hacen (¿también de la corrupción?), pero el resto no podemos dejar que se apropien de la base del sistema: la democracia. Por lo tanto, en nuestros discursos y planteamientos, aceptar acríticamente su autodenominación de constitucionalistas es un error, como mínimo, táctico. Personalmente, fuera de los ámbitos académico y profesional, no lo he hecho nunca. Resulta mucho más adecuado calificarlos de españolistas, reaccionarios, intransigentes, autoritarios o cualquier otro epíteto análogo.

Dejarles que se apropien de la palabra constitucionalista, supone, al fin y al cabo, la apropiación de la democracia como única forma constitucional posible, que tienen secuestrada bajo formas legales que literalmente la capan y que subordinan a estas.

Tan constitucionalistas son, que, en lugar de celebrar la fiesta nacional el día en que la Constitución se votó en referéndum popular, celebran una fiesta que se remonta a la monarquía alfonsina, a algo más de cien años, de carácter religioso-imperial, fuera de todo registro democrático. Que ahora esté regulada por una ley de 1987 demuestra que, para dichos constitucionalistas, la ley, la suya, es superior a la democracia, de todos.