Al final ha pasado lo que tenía que pasar: ha saltado, como el fusible que todo subordinado es de su superior, la directora del CNI. Se han apresurado a poner uno nuevo, sin embargo, para el general, la resistencia es menor. El fusible a proteger, el de encima, ya está tocado: la ministra de Defensa, que a su vez es fusible del presidente. Si saltaron Guerra y Serra, fusibles con mucha más solera y predicamento, los otros son candidatos perpetuos a ser reemplazados, incluso antes de saltar.

Del cuadro de mandos de la política, todo está pensado para que, salvo catástrofe electoral, todos los relés, diferenciales o como se llame lo que de vez en cuando nos deja sin luz en casa, salten para preservar el interruptor general: el presidente de cualquier gobierno. No tener clara esta circunstancia produce disonancias cognitivas y, por lo tanto, deformaciones de la realidad que pueden llegar a ser traumáticas para quien las sufra.

Como, de primeras, la humildad, a pesar de la declaración pro forma de un acrisolado espíritu de servicio de nuestros servidores, suele ser una realidad alternativa, el cesado no suele entender por qué lo han cesado. Olvida el interfecto dos cosas: 1) que quien lo ha puesto lo puede sacar en cualquier momento y con menos explicaciones todavía, las que el interesado ni oyó cuando fue nombrado —uno pasa de nombrado a nominado en un abrir y cerrar de ojos, como la punta de velocidad en los buenos automóviles—; 2) que el único que tiene legitimidad para quitar y poner es el que ha sido ungido por las urnas: ni los compañeros de partido ni los méritos, reales o publicitados, de quien se considera víctima.

Estos dos rasgos son los elementos integrantes de la condición de fusible: todo el aparato político está diseñado a mayor gloria de quien, después de haber superado unos comicios, recibe la confianza, solo o en compañía de otros, para formar gobierno. Parafraseando la canción: fusibles somos y en el vertedero nos encontraremos.

Esto va de espiar a adversarios políticos. Más pronto que tarde lo sabremos punto por punto. Entonces, el conmutador general saltará. No habrá fusible que lo detenga

Sin embargo, desde la óptica del Madrid carpetano —óptica que, ahora mismo, ni es universal ni es la única posible, ¡oh, sorpresa!— suenan dos notas desafinadas que, juntas, pueden armonizar bastante bien. Por una parte, el nuevo líder del PP, todavía no entronizado parlamentariamente, acusa a Sánchez, Pedro, de sucumbir a ERC ofreciéndole la cabeza de la anterior responsable del CNI. Un poco más —hay que ser optimistas— y desde Génova se acusará a ERC de estar detrás de Pegasus y de haber lanzado un hechizo indepe.

La otra cuestión, no menos importante, es el narrado malestar del CNI. Dejemos de lado que si alguien, con más razones que todos los santos del cielo, tiene que sufrir malestar, son los ciudadanos. En poco más de tres semanas, han visto como su servicio de seguridad de alta gama no se entera hasta pasado un año de que han espiado al presidente del Gobierno, a una exministra de Exteriores, a la todavía ministra de Defensa y al de Interior, de quien se diría que parece que la cosa no va con él. Por mucha misericordia que se le ponga, es una radical impericia, si es que es realmente impericia. Como mínimo, una chapucería con todas las de la ley.

En este contexto, a la democracia avanzada que se nos quiere vender día sí, día también, resulta que organismos públicos y cuerpos de funcionarios ni tienen, como tales, sentimientos ni los pueden exteriorizar. Recuerda al famoso "dolorosamente hartos" de los sindicatos policiales en plena Transición. En una democracia avanzada, los organismos públicos y los cuerpos de funcionarios que ejercen monopolísticamente funciones públicas esenciales carecen de cualquier derecho al malestar. En tanto que servidores privilegiados de la democracia, sólo a los ciudadanos se deben y a ellos tienen que servir. Poco, pues, tienen que lamentar.

La señora Esteban, ya cesada, ha fracasado como alta servidora de la seguridad. Además, después de manifestar el Gobierno que no se había espiado a nadie, la ministra de Defensa admitió que sí que se había espiado. Más tarde, el lunes de la semana pasada, se admitió que miembros del Gobierno, con su presidente al frente, también habían sido espiados.

Sin embargo, la señora Esteban, que por lo que se ve sí que conoce The New Yorker, admitió haber espiado legalmente (¿constitucionalmente?) a dieciocho líderes independentistas catalanes. ¿Y el resto, hasta los sesenta y cinco, hecho que nadie ha desmentido? ¿Y qué dijo en sus informes hebdomadarios a la ministra de Defensa? ¿No la informó nunca de estos espionajes? ¿Ni al presidente del Gobierno, quien jura y perjura que no sabía nada? ¿Ni al mismo Rey? Porque en La Casa sí se espiaba, y si la directora no sabía nada y, por lo tanto, no informaba de nada, mal, muy mal.

Pero mucho peor si lo sabía y lo transmitía a sus superiores. A qué tipo de superiores es la cuestión. Esta segunda hipótesis, nada superflua, es la que hace caer, como mínimo, gobiernos. Ahora bien, si reportaba a sus superiores legalmente establecidos, que le pregunten a Nixon cómo va la cosa por haber montado una célula de espionaje en la Casa Banca con los recursos públicos para espiar a los adversarios políticos.

Porque, historias fuera, esto va de espiar a adversarios políticos. Más pronto que tarde lo sabremos punto por punto. Entonces, el conmutador general saltará. No habrá fusible que lo detenga. Es lo que tienen los golpes a la democracia. Espiar a los adversarios políticos es un golpe frontal a la democracia. A la avanzada, también.