Dentro del acuerdo de gobierno entre el PSOE y Unidas Podemos encontramos la promesa de la derogación de la ley mordaza, la Ley Orgánica 4/2015, de seguridad ciudadana, obra que corona el pensamiento más conservador y reaccionario de la Transición. Siguió a la ley Corcuera ―LO 1/1992―, que derogaba la ley de orden público del franquismo (1959), más o menos maquillada, y el RD-L 3/1979, de protección de la seguridad ciudadana, que provocó, estando el PSOE en la oposición, los primeros enfrentamientos constitucionales.

Todavía no ha trascendido ningún papel. Cuando se trata de leyes, o trascienden borradores de ley o se vive en las nubes. De todos modos, a estas alturas, dos cosas quedan claras. Una: no habrá derogación, sino adaptación, es decir, pura maquila legislativa. El camino viene trazado por la derogación de la reforma laboral.

Dos: LA ―con mayúsculas― policía está de uñas. Desde la misma teórica inopia de la ciudadanía ―y por lo que sabemos, de los diputados en Madrid―, LA policía clama por lo que afirma que es una intolerable total indefensión. Escuchando a sus portavoces, uno diría que ha llegado el final de la seguridad, el hundimiento de la convivencia; en una palabra, la última estación de nuestra sociedad. Vaya, que volvemos a la selva. Tal demagógico planteamiento tiene una simple respuesta: ¿antes de la ley actual que, como mucho, se quiere retocar, la policía era casi clandestina, el chivo expiatorio, el hazmerreír de la sociedad...? Diría que no, como lo demuestra el elenco de normas que he enumerado más arriba. Todo, sin tener en cuenta otras disposiciones no menos reveladoras de un significante seguritismo.

Dejando de lado este escándalo interesado, nutrido generosamente por los sospechosos habituales ―¡cómo deben fluir los fondos de los reptiles!―, y a la espera de lo que revelen los textos legislativos, tiene que quedar claro, en primer lugar, que es tan legítimo como necesario que la sociedad ―el estado ya es otro tema― tiene que garantizar la seguridad de los ciudadanos, es decir, el pleno ejercicio de sus derechos fundamentales y legales. Como las disfunciones y los ataques a esta convivencia son evidentes, hay que crear un sistema de seguridad, sistema que estará siempre en tensión con los derechos a proteger y la modulación de la protección. El equilibrio normativo y práctico entre libertad y seguridad es el quid de la cuestión.

En el diseño sinceramente demócrata de este equilibrio, entra de lleno la ideología de aquello que denominan legislador. La ley vigente es de un reaccionarismo ilibertario con todas las letras, palabra a palabra. No puedo extenderme ―no es el lugar― para exponer todas las aberraciones político-jurídicas que contiene la vigente ley mordaza. Con todo, es forzoso rememorar su origen, su filosofía y un par de rasgos legales. Empecemos.

La presunción de veracidad de la documentación policial supone una vulneración de la presunción de inocencia y de la inversión de la carga de la prueba: es el ciudadano quien tiene que desmentir lo que dice la denuncia policial

Poco después de ser ministro, Fernández Díaz dio una conferencia en el Círculo Ecuestre de Barcelona (primavera de 2012), conferencia que estuvo colgada en la web del Ministerio del Interior con todos sus errores conceptuales y faltas de sintaxis y que, lamentablemente, yo he extraviado. Recuerdo, sin embargo, su esencia. El relativismo, hijo del 68, tenía que ser erradicado de la sociedad, para devolver la paz y eliminar los conflictos. Los reaccionarios quieren una sociedad sin conflictos, es decir, una sociedad sin motor.

En paralelo, los movimientos pre 15-M empezaban a surgir con fuerza: manifestaciones, protestas, huelgas, las acampadas en la Puerta del Sol y en la plaza Catalunya, dentro de un contexto de crisis resuelta con mano dura en la calle y recortes sin piedad a los bolsillos. Y a la dignidad de las personas. Uno de estos movimientos fue el autodenominado Rodea el Congreso, movimiento que culminó con un lógicamente fallido, pero ejemplarmente pacífico, asedio del Palacio de la Carrera de San Jerónimo (septiembre de 2012). Quien conozca Madrid sabe que el Congreso está blindado con vallas de seguridad ―como en ocasiones la Generalitat o el Parlament aquí― y fuertes dotaciones policiales uniformadas y de paisano. Resultado: tras las persecuciones, las detenciones de rigor, la puesta a disposición en el juzgado central número 1 de la Audiencia Nacional de los detenidos, finalmente, el archivo de las diligencias. La irritación de los conservadores, ya en el gobierno central, no tuvo desperdicio.

Destaco dos de las diligencias de aquella performance huérfana de cualquier tipo de peligro. La primera, el Congreso nunca fue rodeado, ni asaltado, ni penetrado. Nada que ver con el 6-J de Trump, que, dicho sea de paso, está acabando con penas de la Señorita Pepis. La segunda: testigos de dentro del Congreso manifestaron que no percibieron nada de nada. O sea que el delito contra las otras instituciones del Estado para impedir su normal funcionamiento (arts. 493 o 494 del Código Penal) quedó en lo que era: nada. A pesar de eso, la Policía Nacional ―sus jefes del ministerio, claro― intentó llevar los hechos a los juzgados de Plaza de Castilla ―una maniobra que, si la hace un abogado, le puede costar la carrera― y, cuando los jueces se dieron cuenta de la jugada, se volvió a archivar. Nuevo descalabro.

Todo eso fue regado con unas declaraciones en el tono versallesco que acostumbra el ahora silente senador del PP y entonces portavoz en el Congreso Rafael Hernando. El archivo de la concordia que incorpora como nadie este político tildó al instructor del caso en la Audiencia Nacional, el juez Pedraz, de "pijo ácrata".

El golpe sufrido en lo más íntimo del autoritarismo del PP, ordeñador simultáneo de la operación Catalunya y no lejos de seguimientos a sus altos cargos políticos y/o de partido, surgió la idea de la ley mordaza. No queda claro, en todo caso, si fue obra inspirada o no por algún ángel, un tipo de personajes que en la época parece que disfrutaban de cierto predicamento.

Ahora hay que retener ahora dos elementos de esta ley. Por una parte, introduce como nueva categoría jurídica, incluso como derecho, la tranquilidad. Este término satura el preámbulo de la ley y corona el artículo primero de la misma, atribuyéndole ser una misión de la nueva norma.

A pesar de las dificultades que tenemos todos los operadores jurídicos, dentro y fuera de nuestras fronteras, en identificar el contenido preciso, en las bases de importantes castigos, penales y administrativos, de un concepto como es el orden público, los iliberales introdujeron, en 2015, en el Código Penal el supuesto bien de la paz pública y en la ley administrativa el de tranquilidad. Por su indeterminación en todos los sentidos, estos términos no rezuman más que inseguridad jurídica ―inaceptable en cualquier sistema sancionador propio de un estado de derecho― y, por lo tanto, arbitrariedad. En efecto, deja en manos de la policía, de todas las policías, dedicadas con fruición a la aplicación más autoritaria posible de la norma seccionadora de derechos y libertades, de lo que está permitido en el ejercicio de los derechos fundamentales en los espacios públicos. Inaceptable radicalmente. Recordemos las sanciones durante el estado de alarma: autoritarismo a raudales.

La segunda nota que da paso a la fundamentación y perpetuación de la arbitrariedad gubernativa es el de la presunción de veracidad de los atestados policiales, que estatuye el artículo 19 de la ley que se quiere modificar. La presunción de veracidad de la documentación policial supone una vulneración de la presunción de inocencia y de la inversión de la carga de la prueba: es el ciudadano quien tiene que desmentir lo que dice la denuncia policial, tiene que desmentir el relatado que se le imputa. Con esta inversión de la carga de la prueba, los atestados llenos de valoraciones y con extravagantes infracciones, el ciudadano queda expuesto a lo que quieran decir los policías en sus informes. Y como demuestran los últimos procesos penales ―en los que no hay, por suerte, presunción de veracidad―, las absoluciones brotan sin cesar debido a la ausencia de ajuste policial a la realidad, no parece que los informes administrativos tengan que ser mucho más fiables.

En una reforma de la ley mordaza es imperativo a toda costa borrar la tranquilidad como objetivo policial y borrar la presunción de veracidad de las denuncias policiales. Del catálogo de infracciones y sanciones nos ocuparemos otro día.