Los primeros 14 días de agosto han sido, como en pleno curso, una muestra del amplio registro de los males institucionales que sufre la llamada España constitucional. El mal de fondo reside en que hacer funcionar la Constitución como es debido, de acuerdo con su espíritu democrático y siempre hacia adelante, desarrollando más y más las estructuras políticas y no encerrándose sobre sí misma, cada vez un poco más. Gobernanza, participación, transparencia, vaya. No huele a que vaya a cambiar.

A la huida del exrey se tiene que añadir la suspensión sin previsión legal de los permisos de los presos políticos ordenado por la jueza, el rechazo de la justicia belga de la euroorden contra el conseller Puig por falta de competencia del órgano que la pedía —tema sobre el que tendremos que volver más adelante, por su importancia cara el futuro del procés—, una crisis económica acelerada y que no parece que tenga traba debida a la gestión como pollo sin cabeza de una pandemia por parte de todos los que lo tienen que gestionar, caos al que se suman los anarcos de derechas —confundida coalición de progres y ultras que menosprecian la salud pública en nombre de una libertad que no tienen... En sólo dos semanas, y lo que me dejo.

De todo este embrollo sobresale, según mi opinión, el envío del exrey al espacio exterior, escandalosamente acordado a tres bandas: el interesado, Zarzuela y La Moncloa. Así, Juan Carlos ha pasado de no abdicar ni marcharse nunca al extranjero a hacerlo, a escondidas y por la puerta de detrás: primero, la abdicación y, después, su mutis de lujo. Juan Carlos ha pasado de decir que la justicia es igual para todo el mundo, seguramente más la suiza que la española, a hacer aquello tan clásico de si te he visto, no me acuerdo. Sigue así la tradición de su familia en la edad contemporánea: Isabel II, Alfonso XIII y ahora él. Todos huidos en exilios más o menos dorados con fondos de más que oscura procedencia.

Pero de toda la huida hay algunos árboles que no dejan ver el bosque. La cuestión no es su vida sentimental —parece que el adulterio público y notorio no ha sido condenado por la iglesia— ni las cacerías hiperlujosas, ni de una comisión más o menos jugosa, pero seguramente proporcionada al importe de una obra faraónica llevada a cabo por quien no tiene que rendir cuentas a sus súbditos, como son las satrapías arábigas.

El tema no va por aquí. El tema es mucho más profundo y el exrey lo pone de manifiesto con todo acierto en la carta que dirigió a su hijo, el rey —no a los españoles—, y que la Casa Real hizo pública el 3 de agosto pasado (¡sólo en castellano!) al referirse al motivo de su decisión: "la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada", decía Juan Carlos.

La fortuna del exrey, según Forbes, supera los 1.800 millones de euros, hito nada despreciable, teniendo en cuenta que partía, según communis opinio prácticamente de cero. Aquí radica la clave de todo: la vida privada. Es decir, los negocios, donativos —¿altruistas?— y comisiones —hay que recordar otro detalle: las comisiones las paga el vendedor, no el comprador—. Ciertamente, es vida privada porque no son actos que el rey tenga que someter a refrendo ministerial (art. 64 Constitución), ya que no son actos que legalmente tenga atribuidos. No son actos debidos como estableció en su Dictamen el Consejo de Estado el 22 de julio de 1999 con ocasión de la adhesión de España al Tribunal Penal Internacional. No se trata aquí de hablar sobre el alcance de la inmunidad real, que muchos creemos limitada, precisamente a los actos público y debidos.

La cuestión aquí y ahora es si el rey tiene vida privada y si esta vida privada es a) inmune al escrutinio público; y b) si sus actos privados tienen consecuencias jurídicas. La respuesta a la primera cuestión es positiva. Empezando por el acto primigenio y exclusivo de las monarquías hereditarias: perpetuar biológicamente la dinastía con herederos. Un acto de dormitorio no puede ser más privado ni, en este contexto, tener más consecuencias; sólo hay que echar un vistazo a las guerras dinásticas españolas modernas. Actos privados, con repercusiones públicas.

La respuesta a la segunda cuestión, primordial como pocas, tiene que ser positiva. Pensemos —volvemos al dormitorio— en las filiaciones ilegítimas, tan indisolublemente unidas a las casas reales. Hoy en día no podemos dejar sin padre a ningún hijo, sean cuáles sean sus cunas. Como igualmente no se podría dejar sin respuesta jurídica el maltrato de género o, como aquí nos convoca, delitos como el fraude fiscal, las negociaciones prohibidas a funcionarios, el blanqueo de capitales, tráfico de influencias... Todos son actos privados, tanto los germinales como los patrimoniales, ajenos a las funciones encomendadas legalmente, al jefe del estado.

Por eso, en este escrutinio de la vida privada del monarca, tan legítimo como higiénicamente democrático, hay que llevar a cabo una investigación, primero ciudadana y periodística y, dado el caso, judicial, sobre los orígenes de la fortuna de Juan Carlos y su evolución. Por ejemplo, saber qué pasó con los patrimonios que nos revelaron los papeles de Panamá, donde la hace poco traspasada hermana del rey, sin profesión ni recursos conocidos, era la presidenta de una sociedad opaca: Delantera Financiera, S. A., de 1974 a 2014 (desde que Juan Carlos fue jefe del estado interino hasta que abdicó, para ser exactos).

O averiguar una de las incógnitas que dejó al aire el caso Nóos con las declaraciones inacabadas de Carlos García Revenga, secretario de la casa del rey abdicado, que despachaba quincenalmente la infanta Cristina, tal como consta en el sumario. Y las visitas de Matas, Zaplana o Barberá a Marivent y a La Zarzuela, no para entrevistarse con su titular, sino con Urdangarín. Eso explicaría muchas cosas y las dejaría demasiado claras.

O averiguar por qué el rey tarda un año (del 15-3-2019 al 15-3-2020) a revelar lo que sabía de la Fundación Zagatka, controlada por un primo de Juan Carlos residente en Mónaco, Álvaro de Orleans-Borbón) o de la Fundación Lucum, que la fiscalía helvética atribuye a su padre y en la cual está por medio Corinna Larsen. O averiguar el papel del también traspasado, condenado y siempre fiel Manuel Prado y Colón de Carvajal. Algún exfinanciero catalán, también condenado, sabe mucho de estas relaciones. Y algún otro condenado financiero español, un máster del universo en la época de los másters del universo, también.

En resumen: la huida es la punta del iceberg de la construcción de un patrimonio, de origen más que sospechosamente ilícito, construido a resguardo del poder. Ahora nada más se ha levantado el primer velo. Sin entrar, reitero, en la inmunidad real por temas privados —como el mismo Juan Carlos sostien— lo cierto que ante las exigencias ciudadanas y una prensa libre —hasta ahora en altísima proporción extranjera— no hay inmunidad que valga.

Sigamos, por favor.