Finalmente ha salido la decisión esperada o temida, pero la única jurídicamente, políticamente y razonablemente adecuada. En efecto, del domingo de Carnaval —que tampoco habrá— se pasan los comicios catalanes al día de 30 de mayo. Esperemos que la fecha sea buena.

No entraré ahora a valorar —lo haría bastante negativamente— el hecho de que no se convocaran elecciones por parte del expresident Torra, una vez levantado el estado de alarma, comicios que tendrían que haber tenido lugar en septiembre. Él mismo dijo el 29 de enero del año pasado —todavía no hace 12 meses— que convocaría elecciones una vez aprobados los presupuestos. Lo dijo; también es cierto que no dijo cuánto después. Vino la pandemia, su ilegítima inhabilitación y no se aprovecharon —o sí— ventanas de oportunidad para hacerlo.

Tampoco entraré a valorar a todos los que dicen, con una verdad que no va a ningún sitio —es como decir que el agua moja— que la ley electoral española —porque gracias a nuestros patricios no tenemos una propia y el Estatut esclerotiza el sistema actual— no prevé el aplazamiento de elecciones ya convocadas. La universal previsión legalista que se pide a la ley es como decretar que las urgencias médicas sólo serán atendidas si se pide cita previa.

Estamos inmersos en una catástrofe de proporciones casi bíblicas y miramos no la luna, sino el dedo;  miramos si hay un artículo, un párrafo, un inciso por pequeño que sea, que nos dé la excusa legal. El derecho, la razón jurídica, es más que la ley; mucho más. No nos encontramos en unas oposiciones a meritorio del catastro. En fin, el derecho está para resolver problemas, no para crear o decir, simplemente, no.

Nos encontramos ante una encrucijada políticamente vital donde tenemos que ponderar dos derechos de enorme trascendencia. La vida, que la salud permite, y el derecho de participación política, que las elecciones vehiculan. Desde una perspectiva de ponderación realista, no tengo la más mínima duda de que prevalece la vida sobre el derecho al voto. Varias me parecen las razones de peso.

De un lado, aplazar las elecciones no supone poner en riesgo el derecho de sufragio, el derecho de participación política. Si no se vota hoy, como el sistema democrático continúa incólume, votaremos mañana o pasado mañana. En cambio, votar hoy es poner en peligro, cierto y más que cierto, la vida de muchas personas, sin ningún beneficio.

Nos encontramos ante una encrucijada políticamente vital donde tenemos que ponderar dos derechos de enorme trascendencia: la vida, que la salud permite, y el derecho de participación política, que las elecciones vehiculan

Con los datos en la mano a día de hoy, y las proyecciones que todo el mundo acepta como razonables, vamos a febrero y a marzo con una progresión al alza de los contagios, infecciones, ingresos, críticos y muertes. Las vacunas tardan y se ralentiza su producción y, por lo tanto, distribución; y su dispensación está dando lógicos tropiezos no previstos. Con este panorama, es muy seguro que el proceso electoral —el del Barça también— incrementará la incidencia.

Con el tan poco eficiente sistema de voto por correo, ¿qué pasará con los miles de personas que no podrán votar o, como infectados, no se les dejará ir a votar? Como dice el síndic de greuges, no hay ninguna habilitación legal para inhabilitar el voto de estos ciudadanos. Poco más que decir.

Pero, además, ¿qué medidas anti-Covid se pueden tomar en los colegios electorales que conocemos? Reducir el aforo supone alargar la jornada electoral y transformarla en jornadas electorales, ¿dos, tres...? ¿Qué dice eso la ley con carácter general? Nada. ¿Ventanas abiertas? ¿En febrero? ¿Se puede hacer soportar a los miembros de las mesas electorales, a los interventores y a los apoderados el riesgo de estar una media de 14/15 horas encerrados? Me consta que se ha confeccionado un catálogo de medidas; otra cosa será su real implementación, tal como la experiencia nos enseña.

Ciertamente, no sería descabellado que, en estas circunstancias, los miembros de las mesas, empezando por el presidente, alegando un estado de necesidad, se negaran a formar parte de ellas; y los suplentes igual. Entonces se conforma la mesa con los primeros votantes que ingresen en el colegio electoral. ¡Qué panorama!

Este ambiente no es un ambiente que fomente la participación, ni por asomo. Quizás, sin embargo, alguien lo pretenda. Sin embargo, si así fuera, resulta un peldaño más en la pendiente de deslegitimación del sistema. En efecto, a menos participación, más lejos la ciudadanía de las instituciones, que resultan con su distanciamiento cada vez más irrelevantes. Eso sin tener en cuenta que se abrirían diligencias por delito electoral, cosa que no reforzaría el sistema y colapsaría la administración de justicia con espectáculos poco edificantes.

Encuentro, sin embargo, que no hay que llegar a tanto. No hay que rasgarse las vestiduras. Tenemos dos precedentes, Galicia y Euskadi, donde los comicios convocados se aplazaron. Se dirá que había confinamiento domiciliario. Ciertamente. Pero, otra vez, es decir que el agua moja. Había confinamiento personal, pero ahora no. Pero que el estado de alarma afectaba a los comicios autonómicos lo demuestra que tuvo que modificarse el primer decreto regulador y declarar las votaciones territoriales como excepción del confinamiento domiciliario. Pero este decreto se publicó en mayo, dos meses después de que se hubieran aplazado los comicios vascos y gallegos. Legalización ex post facto de pacotilla.

Finalmente, la suspensión, materialmente un aplazamiento, ya que es volver a convocar en abril, puede estar amparada en el artículo 3 de la Ley Orgánica 3/1986, ciertamente genérico. Ahora bien, no es más que poner negro sobre blanco el estado de necesidad.

Una vez más, con los parámetros jurídicos que conocemos, es decir, ponderación y proporcionalidad, y el análisis de la realidad sobre la cual incidir y el uso de la razón científica, se evitan males mayores. Y siempre con buena fe, no poniendo más obstáculos de los necesarios. Quien haga cálculos políticos de cualquier tipo, aparte de manifestar una mala fe visceral, es un iluso: hacer cálculos electorales ahora es vivir fuera de la realidad.