La realpolitik tiene mala fama; parece hija del cinismo y del oportunismo. Como muchas cosas en esta vida, la realpolitik se puede calificar de tecnología de doble uso: es decir, puede servir a altas, altísimas finalidades éticas y de servicio público o, ciertamente, puede ser fruto de miserias calculistas, cortoplacistas y egoístas; una maravilla, vaya.

Es cierto que vivimos un momento histórico que dura ya más de una década. A pesar de este tipo de "priapismo activista", la mayoría más coherente ideológicamente de Catalunya aumenta; todavía no es lo bastante transversal para ser hegemónica, pero aumenta.

Este aumento ha tenido lugar dentro de un ataque sin precedentes en tiempo de paz a las instituciones catalanas: el doble 155, el político y el judicial. Podríamos, pues, sacar a pasear el orgullo nacional, patriótico o lo que se quiera y subirnos a la percha de la épica.

Los dirigentes, que escrutan el futuro histórico —un imposible lógico— a ver si saldrán en las futuras ediciones wikipedianas, parece que olviden su primera obligación de dirigentes políticos. Servir a la ciudadanía y conducirla a zonas de confort social razonables es la principal misión de los dirigentes, de acuerdo con su concepción del mundo, teniendo en cuenta que en el mundo conviven muchas y varias concepciones del mundo. Cuando menos para los demócratas.

Es la hora de la ciudadanía nacional, no de los personalismos, por más legítimo que pueda ser el sentimiento de haber sido atropellado por una embestida injusta, antidemocrática y catalanófoba

Dicho esto, y reitero, en esta larguísima hora histórica, ¿cuál es el primer problema nacional de Catalunya? Si no me equivoco, salvar la propia entidad e institucionalización de Catalunya como ahora la conocemos, con sus incompleciones y sus fragilidades, para hacerla más fuerte, más inclusiva y más participativa. Es la hora de la ciudadanía nacional, no de los personalismos, por más legítimo que pueda ser el sentimiento de haber sido atropellado por una embestida injusta, antidemocrática y catalanófoba.

Imaginemos por un momento que, fruto de los lícitos intentos de reivindicar la legitimidad que se pretendía cercenar, la escasa mayoría soberanista en el Parlament surgido del 21-D se pierde momentáneamente y la conformación de la Mesa del Parlament no responde a la proporcionalidad de las fuerzas parlamentarias y, acto seguido, el Govern responde menos si cabe a la coalición de hecho o de derecho que ha ganado las elecciones.

Intentar ahora giros de resultado incierto —en otros momentos, posiblemente creativos— de las normas parlamentarias para hacer participar desde la distancia en varias funciones a algunos de los diputados que tienen que asumir tareas representativas en la Mesa y directivas en el Govern sería algo más que un suicidio: sería una irresponsabilidad de consecuencias incalculables, con un daño nacional del que tardaríamos años, décadas seguramente, en recuperarnos.

El suicidio es una opción personal: inmolarse por una causa puede ser incluso meritorio y loable. Pero si esta inmolación tiene consecuencias colectivas, para ahora y para las generaciones venideras, ya no es ni tan meritorio ni tan loable. Éticamente se impone en el político con mayúsculas (o el que honestamente aspira a serlo) otro horizonte diferente del personal, del legítimamente reivindicativo: se impone el horizonte de la colectividad a la que representa.

Este es el dilema. Reivindicar la legitimidad política arrebatada injustamente o asegurar el futuro de la ciudadanía actual y por venir

Este es el dilema. Reivindicar la legitimidad política arrebatada injustamente o asegurar el futuro de la ciudadanía actual y por venir. No entraré ahora en discernir lo que dice la regulación parlamentaria catalana y comparada sobre la presencialidad o no de diputados a la hora de votar y a la hora de exponer sus programas y debatirlos en el pleno del Parlament. En un mundo de presencias físicas y virtuales, las normas todavía se redactan pensando en este tipo de participación corpórea. Creo que hay margen para interpretar otras formas de participación, como impone el Código Civil. Serían formas creativas de hacer avanzar el sistema, como ocurre a diario.

Ahora bien, el tema no va de si los juristas se ponen de acuerdo o no sobre si el voto y la investidura telemáticas tienen cabida en nuestro ordenamiento; tampoco va de si, presentados los recursos con los que se amenaza en caso de llevar a cabo estas variantes de ejercicio de la actividad parlamentaria, triunfarían o no. No es esta la cuestión.

Una vez más, la cuestión es política y, según mi opinión, dramáticamente simple: no es que valga la pena correr el riesgo de recuperar la legitimidad expoliada, sino si es legítimo correr el riesgo de perder lo que tanto ha costado en las urnas; y además, la legitimidad no sería reivindicada. Peor, imposible.

Apologetas, a buen seguro bien intencionados, han mencionado estos días el ejemplo de De Gaulle en Londres, asumiendo —no sin dificultades— la dirección de la resistencia francesa contra los nazis. Realmente, con todos sus claroscuros (como la visita a Franco en 1970), De Gaulle es un gigante de la historia. Sin embargo, creo que la historia no despreciará, sino al contrario, a Pierre Mendès-France, quien, en contra de su partido y de su carrera, que truncó para siempre, se avino a firmar la independencia de Indochina en 1954. O más recientemente, al enorme Willy Brandt, víctima de trampas de unos y otros, que tuvo que dimitir y desaparecer de la escena política oficial, en 1974, por el caso Guillaume. Ni Mendès-France ni Brandt buscaron la situación de la que fueron víctimas. Pusieron, sin embargo, por delante de sus legítimos intereses personales (la honra no es el menor) los de las naciones a las que juraron servir.

Eso, queridos lectores y lectoras, es realpolitik. Nada de cinismo ni malabarismos cesaristas: la ética del servicio a la ciudadanía por encima de todo. Es decir, inteligencia, audacia y generosidad. Acertarla con la fórmula del cóctel es la clave del éxito político.