Enero del 2015. El fiscal Alberto Nisman pide al Congreso argentino poder ir a explicar la demanda que presentará contra la expresidenta del país, Cristina Fernández de Kirchner. Pocas horas antes de la comparecencia, Nisman aparece muerto en su casa con un disparo en la cabeza. Hacía tiempo que investigaba un atentado cometido el año 1994 contra intereses judíos en Buenos Aires con un balance de 85 muertos.

La versión oficial habló enseguida de suicidio, pero muchos apostaron desde el primer momento por la versión del asesinato. El fiscal habría descubierto que los autores del atentado de 20 años atrás eran iraníes y que Cristina Kirchner había firmado en 2013 con ellos un pacto secreto para tapar el caso a cambio de impulsar un intercambio comercial de grano argentino por petróleo persa. Y eso era lo que Nisman quería explicar.

Desde aquel momento, la justicia argentina ha estado investigando aquel caso y ahora el juez Julián Ercolini ha presentado un informe de 656 páginas donde sostiene que el gobierno de Cristina Kirckner desvió deliberadamente la atención y el interés hacia la versión del suicidio y que ayudó a tapar el asesinato del fiscal. Paralelamente, el pasado 7 de diciembre, el juez Claudio Bonadio había pedido el desaforamiento y posterior prisión preventiva para "Doña Cristina" por el caso del encubrimiento del atentado iraní. Ambos casos vuelven a coincidir en el espacio y el tiempo.

Pero el objetivo de este artículo no es discutir si es cierto o no que Kirchner tapó el atentado terrorista o si puede ser cierto o no que los servicios secretos argentinos decidieran asesinar a Nisman con la connivencia de Kirchner. No, el caso argentino es el punto de origen de una reflexión comparada sobre la salud de la democracia española.

España ha sufrido y sufre varios casos de corrupción política que han servido para imputar y condenar a un montón de gente. Pero siempre ha existido una línea ante la cual todo se ha detenido. Por ejemplo, Iñaki Urdangarin, condenado a seis años y tres meses de prisión por el caso Nóos, está en su casa. Concretamente en Suiza. Jaume Matas, condenado a tres años y ocho meses por el mismo caso, también está en casa. Como lo está Rodrigo Rato y lo estuvo Miguel Blesa, condenados a 4 años y medio y a 6 años, respectivamente, por el Caso de las Tarjetas black. Y con Blesa, su extraño suicidio y apresurada incineración de su cadáver llegamos a la segunda parte de la reflexión: las 10 muertes de personas relacionadas con la corrupción del PP, 7 de ellas implicadas en el Caso Gürtel. Aparte de varios accidentes e incidentes.

Mientras en Argentina se nota un interés por intentar aclarar los casos oscuros, aquí va muriendo gente, ya sea suicidada, teniendo accidentes extraños o sufriendo enfermedades fulminantes, y no se percibe mucha alegría por ir a saber el qué. No estoy diciendo que todo sea fruto de una trama conspiranoica, básicamente porque no tengo pruebas. Pero ¿sabe aquello de la mujer del Cèsar?

Las democracias, entre muchas otras cosas, también tienen que ser transparentes. Y, si la casualidad o la mala suerte provocan situaciones que se van repitiendo en el tiempo y que generan todo tipo de especulaciones sobre el partido que gobierna, al partido que gobierna tendría que faltarle tiempo para dejar su nombre lo más impoluto posible. Y no esto de ahora.

A no ser que la salud real de la democracia española esté tan por debajo de los estándares mínimos que ya ni haya que disimular porque a la gente tanto le da 3 como 30 mil. Si fuera así, resultaría que, una vez más, países como Argentina, Chile, Uruguay o Colombia estarían dando lecciones de dignidad democrática a un Estado que hace años que se los mira con aquella suficiencia de quien se cree superior y que realmente no está para dar lecciones de nada. Ni el Estado ni sus habitantes, a quienes todo les parece bien.