Nadie está en condiciones de asegurar como acabará exactamente el Procés. Lo que si que sabemos seguro es que, en el peor de los casos, se habrá llevado por delante una cierta manera de hacer las cosas. No quiere decir que no se vuelvan a hacer, más o menos igual o peor, pero en todo caso todo será diferente.

Millet en el banquillo es el fin de los "señores de BCN" que se creyeron (y se creen todavía) ser los dueños de la cosa y que ahora están totalmente descolocados. Aquella burguesía o pequeña burguesía que se ha ido pasando el porrón desde los años 20, primero con el abuelo, después con el hijo que se hizo franquista y finalmente con el nieto que se hizo progre. Son aquellos que siempre han estado controlando el "sotopaís" y a quienes la ola se los ha llevado por delante. Y es Millet y es Macià Alavedra, aquel catalanismo en que la patria justificaba vender cuadros de dudosa calidad a precios de obras de arte. Aquella catalanor del mirar hacia otro lado "porque es que está haciendo mucho por el país".

La desaparición de Unió lo explica perfectamente. El partido-lobby ya no tiene espacio. La nueva realidad lo ha ahogado como cuando tapas un fuego y lo dejas sin oxígeno. De la misma manera que cerraron las tiendas de discos y desaparecieron los vendedores ambulantes de CD's de música y DVD's de películas, el trabajo de ir a Madrit (concepto) a vender un muestrario de sombreros de copa ya no tiene ningún sentido. Porque la gente ya no va con sombreros de copa.

Paso igual con la muda de piel de Convergència a Pedecat para huir de este pasado. En su día Jordi Pujol, conocedor como nadie de la clase media catalana, fuera de toda la vida o recién llegada, creó el partido de la sociedad central. E iba sumando mayorías absolutas. Pero esta sociedad ha cambiado. Por muchos motivos: la crisis económica endémica, la revolución digital que ha provocado un cambio social radical, la precarización permanente... Y el Procés es la prueba. El tradicional "ay niña, quieres decir" se ha transformado en una desconexión desacomplejada y cada vez más evidente de una España que se ve como la imagen y las maneras del pasado.

Esta España donde todo es tan antiguo que el señor que gana elecciones (y que las seguirá ganando) es aquel qué en pleno estallido del running y de la llamada ropa técnica se dedica a caminar rápido vistiendo como cuando salíamos los fines de semana a la montaña con el Gordini y en casa teníamos un televisor Telefunken en blanco y negro, pero con un plástico de colores delante de la pantalla para que pareciera que aquello no era lo que era. Un señor que aparece en la clausura del congreso de su partido en Catalunya con una camisa y una americana compradas en la sección clásica de "Novedades Hermanos Buitrago", una sastrería de capital de provincias tan antigua que ni La Cubana la usaría para vestir los personajes de una nueva edición de Les Teresines.

Y la gran oferta de cambio de todo eso es un PSOE que este domingo ha sacado a pasear a Alfonso Guerra, Felipe González (que yo diría que ha pasado por el planchista), Rubalcaba, Bono, ZP, Ciprià Ciscar, Matilde Fernández... El PSOE del 1982, aparato en estado puro, es la piña del PSOE que dice que es el futuro. Sí, y yo soy Mario Casas.

No sé si nosotros saldremos adelante o no, pero lo que está claro es que ahora mismo España y Catalunya viven en galaxias diferentes. Y los españoles que no se resignan a seguir donde (y como) estan, tendrían que empezar a cambiar de bando. Como está haciendo Pablo Iglesias, que alguna cosa ya se ha olido o como Pedro Sánchez, que ve que este es el único espacio que le queda totalmente libre.

No se trata ya (y no sólo) de ser indepe o no sino de pasado o futuro.