El 1 de octubre, el gobierno español hizo un ridículo espantoso. Y, de rebote, se lo hizo hacer al Estado. Después de meses diciendo que no habría urnas, ni papeletas, ni gente votando, ni referéndum, aquel día hubo las cuatro cosas. Y, cuando se dieron cuenta de la realidad, decidieron usar la violencia de manera selectiva enviando los piolines a ciertos pueblos y a ciertos colegios buscando las imágenes que vimos aquella mañana.

La prueba fue Sant Julià de Ramis, el lugar donde tenía que votar Carles Puigdemont. Los medios, incluidos los internacionales, sabían que allí se produciría la imagen del día. Y por este motivo había decenas de periodistas y, sobre todo, de cámaras. Y al Gobierno no solo no le importó que todo el mundo viera las cargas, sino que, precisamente, aquella era la imagen que quería enviar a los catalanes, para escarmentarlos, y a los españoles, para demostrar que tenía la situación controlada y que, efectivamente, era un "¡a por ellos, !". Pero no supieron calcular el efecto bumerán y cómo aquellas imágenes impactaron en ciertos despachos. Y entonces ellos mismos se provocaron el segundo ridículo del día, el de la retirada. Y eso generó el tercer ridículo del día. La gente no solo estaba votando en unas urnas que los servicios secretos de uno de los países más importantes de la Unión Europea ni habían olido, sino que había más de dos millones personas con una papeleta en la mano y ellos no estaban haciendo nada para evitarlo. Después de haber dicho que lo impedirían y haberlo intentado con un fracaso estrepitoso. Pero todavía faltaba un ridículo. El cuarto. Mucha gente que tenía decidido no ir a votar, viendo las imágenes de las cargas, viendo cómo pegaban a sus vecinos, a los padres de los compañeros de coloegio de sus hijos, al tendero de la esquina y al camarero del bar donde se toma el cortado, decidió coger la papeleta y proceder. Muchos para votar que no. Y muchos más para acabar votando que sí.

Ahora el Gobierno, y de rebote el Estado, sabe que no se puede permitir otro ridículo mundial consistente en un Carles Puigdemont apareciendo este martes en el Parlament. Por eso desde hace días se dedica a revisar maleteros de Seats Panda, por eso nos avisa de que controlan todos los ultraligeros que circulan por el cielo europeo (imagino que los drones también), por eso vigila las bodegas de los barcos que atracan en los puertos y por eso revisa las cloacas próximas al Parlament.

Es propaganda, naturalmente. Para poder decir que sus grandes medidas de control han evitado la venida de Puigdemont. Sin darse cuenta de que, a veces, para evitar hacer el ridículo de un Puigdemont invistiéndose puedes acabar haciendo el ridículo de mostrar imágenes de unos pobres policías muertos de frío mirando si las familias que bajan tabaco de Andorra han escondido a Puigdemont en el sitio de la rueda de recambio o cómo otros saludan a las ratas del subsuelo de la Ciutadella de BCN.

Es lo de estar en un barco que hace aguas. Que cuando con una mano tapas un agujero, aparece otro agujero. Y cuando lo tapas, aparece otro. Y llámelo agujeros, llámelo ridículo.