Terrazas a rebosar de gente sin ninguna distancia de seguridad ni ninguna mascarilla y fuera de los horarios permitidos. Grupos de gente paseando a cualquier hora del día porque es que ya no sabemos a qué horas podemos hacer qué, ni con quien, ni donde. Cenas de amigos que empiezan con prudencia y acaban con todo el mundo mojando pan en la misma salsa de las patatas bravas. Imágenes de fiestas multitudinarias con actitudes como si la situación actual fuera la del diciembre. Total, que hemos decidido desconfinarnos unilateralmente. Por suerte, el virus es tan bestia como tonto y está despistado. Hasta que, quizás, vuelva a estar por la labor y la cosa se nos vuelva a complicar. Porque ahora mismo, las reglas del juego las marca él.

Pero ojo, todos estos que hacemos esto somos los mismos que a mediados de marzo agarramos nuestras vidas y las guardamos en el congelador. Y en muchos casos algunos sabían que en el momento de descongelarlas no tendrían ni para comer. ¿Quiere más sacrificio? Pero, ¿por qué este gran relajamiento de ahora? Quizás 1/ Si pretendes tener durante dos meses y medio a toda la población encerrada en casa, tienes que explicarle bien las cosas y enviarle mensajes claros y comprensibles en vez de propaganda y 2/ Hemos visto el virus, pero no su crudeza. Y me detengo en el segundo punto.

No, no hemos visto a los muertos. Ni el sufrimiento en las UCIs. Ni las situaciones vividas en las residencias. Ni las funerarias desbordadas. Ni hemos visto al personal médico tomando decisiones tan brutales como necesarias para salvar el máximo de vidas. Ni tampoco hemos visto los millares de féretros. ¿Se imagina poner en fila las 30 mil cajas con los 30 mil muertos que ha habido oficialmente, y que son y serán unos cuantos más?

Miles de personas han tenido la muerte delante de sus narices. Directamente, por un familiar, por un amigo, por el familiar de un amigo, por un vecino... Pero unos cuantos millones han vivido la pandemia desde la barrera. Sí, se han horrorizado, han tenido un gran sentimiento de solidaridad y una empatía ilimitada, pero no han percibido emocionalmente la magnitud real del desastre. Porque no los ha tocado. Para esta gente todo ha sido como una película en la cual su papel ha sido el de espectadores. Y ahora que la cosa se ha relajado, ha pasado como cuando salimos del cine, que la vida continúa y nos hacemos aquella pregunta de: "¿Dónde vamos a cenar?". Porque la ficción se queda dentro de la sala.

No lo sé, quizás con el coronavirus hubiéramos tenido que hacer como cuando a las escuelas va a hablar alguien que ha sufrido directamente las consecuencias de un accidente de tráfico o alguien que convive cotidianamente con ello y explica la realidad de primera mano. La mayoría de alumnos que asisten a estas charlas nunca más las olvidan. Porque ponen una cara, una vida y una historia personal a aquello que hasta aquel día era sólo una noticia impersonal que siempre les sucedía a otros. Porque los accidente de coche y el coronavirus sólo les sucede a los otros. Y a otros que no sabemos quiénes son.

Quizás sí que, huyendo del sensacionalismo, el amarillismo y la morbosidad, que aquí ya nos conocemos todos (y todas), esta sociedad disneylandia en la que vivimos tendría que haber mostrado una parte de la cruda realidad del coronavirus. Para no creernos que todo ha sido una cosa que ha pasado detrás de una pantalla y que, como sucede con las pantallas, cuando apagamos el aparato, se acaba la realidad. Porque era virtual. Y no, los más de 30 mil muertos han sido reales y el sufrimiento de sus familias también.

Pensad un poquito cuando estéis en una terraza expulsando gotitas de saliva como si fueran invitaciones para entrar gratis en la discoteca de moda o para tener descuentos en la compra de un móvil. El riesgo cero no existe, pero menos gotitas y expulsadas desde más lejos quiere decir menos riesgo de contagio y, consecuentemente, más posibilidades que nuestros compañeros de mesa y quienes se sienten en las mesas de nuestro alrededor puedan volver el día siguiente. Y el día de la verbena de Sant Joan. Y en agosto. Y cuándo con la rebequita puesta celebremos que falta menos para Navidad.