Se llamaba Philippe Monguillot y era conductor del bus urbano de Baiona. Murió ayer después de estar ingresado en el hospital en muerte cerebral desde el domingo pasado, cuando fue atacado por un grupo de cinco personas que habían subido a su vehículo sin mascarilla. Él los impidió el acceso, porque al transporte público francés, como en el de aquí, también es obligatorio llevar mascarilla y la respuesta de los individuos, uno de ellos menor de edad, fue golpearlo en la cabeza hasta dejarlo inconsciente en el suelo y huir.

Se lo confieso, cuándo leí la noticia, me impactó mucho. Tanto que en aquel momento si usted me hubiera pedido una opinión, de mi boca hubieran salido cero palabras. Sólo con las horas me han ido viniendo ideas inconexas que tampoco son ninguna opinión. Porque sobre hechos como estos no puedes tener ninguna de opinión, aparte de no ser nada partidario y de estar muy en contra.

Lo primero que me ha pasado por la cabeza es por qué el caso me dejó tan planchado. Y he pensado que quizás está porque asociamos la pandemia con un mal que nos afecta a todos sin distinción y ante el cual estamos indefensos. Y quizás el mecanismo de mi cerebro, que a veces funciona -más o menos-, se ha encallado cuando ha visto que no, que no todos estamos en el mismo bando. Quizás es que no entiendo como es posible que alguien se pase, y de esta manera tan bestia e incomprensible, al lado de los "malos", demuestre tanta insolidaridad y con estas consecuencias. Sobre todo porque en esta cuestión todos tendríamos que estar en el equipo de los "buenos" y además de manera muy militante. Quizás.

O quizás ha sido porque, inocente de mí, me he acabado creyendo la propaganda paternalista aquella según la cual la COVID-19 ha sacado lo mejor de nosotros. Sí, sí, lo mejor, pero también lo peor. De unos cuantos. ¿Y no hace falta que le haga la lista, verdad? Con las crisis pandémicas pasa como cuándo conducimos, que queda desnudo el carácter de la gente. Y hay que conducen como para ser detenidos y condenados sin juicio.

El caso es que intentando encontrar una explicación a los motivos por los cuales esta noticia me ha hecho exclamar "pero qué mierda de sociedad estamos construyendo entre todos" he llegado a la conclusión de que quizás no hay ningún motivo especial. Simplemente es la reacción a un hecho absurdo de violencia absurda como cada día hay centenares a nuestro alrededor, pero con la novedad de las mascarillas.

Quizás es que cada día vemos y vivimos tanta violencia que la encontramos incluso "normal". Y ya ni nos sorprende. Es la dosis diaria de lo mismo de siempre. Ni nos inmutamos cuando por delante nuestro van pasando, una tras otra, noticias llenas de muertos y de una crueldad incomprensible. Y cuando he llegado aquí he dicho, ¡eureka! Creo que ya sé porque la noticia me ha tocado. Porque al suceso le he puesto cara, le he puesto un elemento identificador que ha eliminado el anonimato que nos hace insensibles al horror. Y esta cara son las mascarillas, fíjese qué metáfora más extraña.

Y al final todo me ha encajado. Es lo mismo que nos ha sucedido con los 30 o 40 mil muertos de la COVID (o los miles que sean al final). Como, si no eran familiares o amigos nuestros, no les hemos visto la cara, como han muerto en habitaciones aisladas, como no han tenido nombre ni apellido, son un número, una estadística. Y las estadísticas no nos apelan a sacar nuestra parte humana. Y por este motivo, muchos no se sienten interpelados a ponerse mascarilla. Y entre los cuales encontramos a los asesinos de Philippe Monguillot. Quizás.