Todo el mundo conoce una. Se llama de muchas maneras, pero la personalizaremos con el nombre de Maria Mercè. Es aquella vecina que siempre ha vivido puerta por puerta de casa. O en el rellano. O en un piso próximo. O en la finca de al lado.

Con Maria Mercè hemos pasado la vida. Y siempre ha estado allí. Si éramos pequeños, hemos crecido con ella y hemos sido amigos de sus hijos e hijas, que ahora viven repartidos por el mundo y la vienen a ver cuando pueden. En este caso, no tiene nombre, sino apellido y pasa a ser la señora Isern. O la señora Álvarez. Si llegamos al piso o a la casa ya hace muuuchos años, cuando éramos jóvenes, hemos envejecido juntos y hemos compartido con ella el paso de la vida. Las muertes, los nacimientos, las bodas, los emparejamientos, las separaciones, las alegrías y los momentos difíciles. Cuando se compraron la TV en color y cada viernes íbamos a su casa a ver el Uno, dos, tres... y todos cenábamos bikinis hechos con aquella plancha que le trajeron de Alemania. Y cuando hicimos obras en el lavabo y ella nos dejó usar el suyo un par de días. Ha estado cuando nos ha tenido que vigilar a las criaturas porque teníamos que ir no-sé-donde y no encontrábamos a nadie, cuando nos ha hecho falta una patata o cuando se nos estropeó la nevera y tuvo que guardárnoslo todo en su congelador. Nos ayudó el día que la abuela se cayó en la ducha, cuando nos dejamos las llaves dentro y nos quedamos en la calle sin ni el móvil, cuando la pequeña de casa se abrió la cabeza y muchos años después supimos que también estuvo cuando el mayor superó la primera borrachera con unas hierbas que le preparó Maria Mercè. Ah, y fue ella quien llamó a los bomberos el día aquel que no nos acordamos de cerrar el gas y, mientras estábamos comprando en el mercado, la olla a presión fue haciendo.

Cuando fue a Londres nos trajo un imán de nevera con forma de autobús de dos pisos. De Roma, un llavero del Coliseo y de París una torre Eiffel que le das la vuelta y nieva. Siempre que puede, con su marido, si todavía está vivo, o con sus cuñados, sale a la montaña. Y cuando vuelve, siempre nos trae alguna cosa. En otoño nunca nos falta el platillo de setas. ¡Ojo, pero plato hondo! Y el resto del año, cuando no es un ramo de flores es una butifarra que ha comprado en el pueblo donde han ido a desayunar.

Cuando hace pasteles, nos trae un trozo. Y a veces, hace dos y uno es para nosotros. El bizcocho de manzana le queda especialmente bueno porque tiene aquel toque de limón. Si hace conejo, siempre acaba llegando un platillo, porque en casa en general no gusta y no cocinamos nunca. Pero en todas las casas siempre hay alguien a quien le gusta el conejo y puede comer gracias a Maria Mercè. Y en los menús familiares tampoco falta nunca aquel plato que lleva su nombre. Pueden ser los calamares rellenos, el pastel de patata o la ternera con setas, pero siempre son "como lo hace Maria Mercè".

En Navidad nunca nos falta su ramito de la suerte. O la típica planta roja. Y todos tenemos en el sofá un cojín hecho por ella. De tela o de ganchillo. Porque Maria Mercè también sabe coser. Todavía hoy comentamos el día aquel del botón de la camisa "buena" que estaba a punto de caer, justo cuando teníamos mucha prisa y un compromiso muy importante y no encontrábamos la caja de coser. Suerte de ella. Como siempre. Porque tenemos mucha suerte de tener a nuestra Maria Mercè.

La que siempre ayuda y nunca se queja. La que siempre da y no siempre recibe. La que lo sabe todo, todo lo ve, y calla. Aquella a la que todo el mundo acaba recurriendo cuando hace falta que alguien tome el mando de la situación. La que parece que tenga la obligación de velar por todos nosotros y que nosotros no siempre se lo agradezcamos. Por eso hoy —también— es un buen día para agradecer a todas las Maria Mercè, las señoras Isern y las señoras Álvarez que siempre estén. Discretamente, pero siempre allí. Y a ver si las vacunan pronto, por si las moscas.

¡Feliz Navidad, Maria Mercè!