No, no se asuste. Esto no va de fútbol. Va de Maradona. Que son cosas diferentes. Y no va sólo de él. También va de otros dos personajes que, como él, trascendieron más allá de su carrera profesional. Porque Maradona era un Bob Marley jugando a fútbol. Y un Camarón de la Isla en los terrenos de juego. Y viceversa. Personajes los tres, genios de su cosa, pero que además los suyos los convirtieron en una religión. ¿Y quiénes eran, y todavía son, los suyos? Pues aquello que eufemísticamente denominaríamos la parte periférica de la sociedad. Aquellos que no tenían, ni tienen, ni tendrán nunca nada. Los abandonados. Antes les llamaban pobres. Y marginados. Pero el mundo políticamente correcto ha buscado otras palabras que no ofendan los delicados oídos de nuestro mundo adolescente. Pobres, marginados y aquella masa en la que nunca nadie se fija nunca porque la parte central del sistema piensa que no son nadie. Están allí, pero como si no. No cuentan.

Y estas personas, la parte escondida de la sociedad, un día ven como uno de los suyos triunfa. Y lo convierten en su ídolo. Pero el fenómeno crece y crece descontroladamente y acaban instalándolo en el Olimpo de los dioses. Bob Marley en el de los rastafaris de los barrios miserables de Kingston, sobre todo de su Trench Town natal. Camarón en el de los gitanos de las Tres Mil Viviendas de Sevilla, seguramente el barrio más desestructurado de Europa, y después en el de todos los gitanos. Y Maradona, primero en el de una Argentina que venía de la humillación de las Malvinas y que históricamente ha sido expoliada sin descanso por todo tipo de sátrapas populistas, y después en el de los napolitanos que por fin pudieron decirle al norte italiano rico que ellos también podían ser alguien.

Porque la Villa Fiorito de Buenos Aires, el Trench Town jamaicano y el Secondigliano napolitano son el mismo barrio. Y sus habitantes no lo saben, pero son compatriotas. Y los tres dioses nunca supieron que, en el fondo, eran la misma persona. Ni Maradona, ni Marley, ni Camarón escogieron ser los profetas de los suyos, sino que los suyos los eligieron a ellos por aclamación. Para que fueran su orgullo y su símbolo de esperanza. Y como dioses laicos que son, a los tres se lo perdonan todo. Y mire que tienen cosas que perdonar. Y más.

Poco después de saberse la muerte de Maradona, el diario argentino Clarín ha colgado en su web una pieza memorable. Por favor, léala. Y guárdesela. Para leérsela de vez en cuando. Para entender un poquito más a un personaje que realmente eran dos. Diego Armando, Dieguito, no podía llevar el peso de ser Maradona y decidió serlo siempre. El excesivo, el desatado, el que nunca tenía suficiente de todo, el que tenía que beber y drogarse para seguir estando a la altura. Porque ser Maradona no era fácil y hacía falta un descontrol permanente para poder hacer honor al fervor desatado. Hasta hoy. Y a partir de hoy, para siempre.