Claro que lo sabemos. En las campañas electorales los candidatos (y las candidatas) dicen cosas que después se las se tienen que comer. Con patatas. Pero ya hemos convenido que nosotros hacemos ver que nos los creemos, ellos hacen ver que no saben que nosotros estamos haciendo ver que nos los creemos y todos juntos hacemos ver que nos creemos lo que no nos creemos. Es absolutamente absurdo, pero muy entretenido. Sobre todo para los chiquillos.

Quiero compartir con usted mi manifiesta estupefacción por la manía de algunos en meterse en unos pitotes que no hace falta. Sucede muy a menudo con la promesa de creación de puestos de trabajo. En algún momento de la campaña alguien dice: "crearé florosmil puestos de trabajo" (florosmil es una cifra cualquiera que sirve para adjudicar una cantidad indeterminada referida a personas, animales o cosas). Es la típica promesa que ya le hizo la serpiente a Eva y que, desde entonces, no sólo no ha cumplido nadie sino que en la mayoría de casos se ha acabado produciendo aquello que le llaman una subida negativa. Vaya, lo que toda la vida había sido descrito como "nos hemos pegado una hostia económica en bajada, sin frenos, con el viento a favor y el paro ha subido un 23%". Ellos saben que no hay que prometerlo. Y ellas también. Que el riesgo de hacer el ridículo es monumental. Pero lo siguen haciendo.

Una cosa parecida sucede con las encuestas y los sondeos. La ley prohíbe que los medios de comunicación los publiquen durante la última semana de campaña. Pero como la ley fue hecha cuando las ruedas todavía eran cuadradas, pueden publicarse en los medios del resto del planeta y nosotros acceder desde aquí a través de una cosa que denominan Internet. Aparte, como nadie dice que no se puedan hacer encuestas, se siguen haciendo. Y se filtran. De manera tal que durante la jornada de reflexión me han llegado tantas que si las imprimiera podría empapelar la muralla china. Por los dos lados. Eso sí, ni el FMI podría ayudarme a pagar el tóner.

Pero donde este fenómeno del "hacer ver qué hacemos ver y después ya verás tú qué gracia cuando lo que hacemos se deshaga como un azucarillo" todavía es más espectacular en el siempre pantanoso mundo del ataque personal. La campaña lo aguanta todo, sí, pero no habría que llegar a según qué. Por educación y, sobre todo porque no hace falta. Cuando todos sabemos que el líder del partido A está condenado a entenderse con la candidata del partido B (o viceversa), ¿por qué narices se sobrepasan todas las líneas (las rojas y las Maginot) del buen gusto y se dedican al insulto? ¿Por qué se descalifican personalmente? ¡Y sólo en público! Porque lo más SEN-SA-CI-O-NAL es que en privado no lo hacen. Por qué el insulto y el desprecio si después se tendrán que encontrar cara a cara para ponerse de acuerdo y dirán que no, que no era nada personal sino las reglas del juego.

Una vez más, pero, la culpa es nuestra. Porque primero se lo permitimos y después no les exigimos explicaciones. Ni les ajustamos cuentas. Cierto que cuando llegan las elecciones tenemos la oportunidad de castigarlos, pero la mayoría de veces no lo hacemos. El día antes decimos "¡se ha acabado, nunca más!" y al día siguiente nos plantamos delante de la urna con la papeleta y la nariz tapada. Y los votamos. Pero no a ellos sino que los votamos contra los otros. Votamos A o B para que no gane Z. Y ellos (y ellas) hacen ver que no juegan con esta gran baza, pero nosotros sabemos que es así. Y ellos lo saben. Y ellas también. Y se aprovechan. Y este día de los enamorados lo volveremos a comprobar.