Hoy hace justo una semana despedimos a Albert, un viejo amigo de adolescencia y juventud. Para hacerse una pequeña idea del personaje, hay suficiente explicando cómo quiso que fuera este adiós: comiendo y bebiendo en el local donde pasamos tantas horas perdiendo el tiempo, jugando a minigolf y haciéndonos adultos. Y con sus hijos cantando y tocando varias canciones.

Conocí a Albert en una playa donde hace más de 45 años íbamos todos los jóvenes veraneantes de un extraño pueblecito de costa que entonces tenía censados 2.500 habitantes. El grupo al que pertenecía yo y el suyo empezamos a jugar a fútbol partidos donde más que de futbol se trataba de impresionar a las chicas. Y los grupos se acabaron juntando. Y la de matrimonios que salieron de allí. Y otras cosas que no fueron matrimonios.

Albert era siempre el centro de todo. Le era imposible pasar desapercibido. Entrabas en un lugar con él y al cabo de dos minutos ya era amigo de todo el mundo. Le ayudaba mucho la altura y que era muy grande, en general. Y aquella voz suya ronca que retronaba. Lo veo, como si fuera ahora, levantando a la vez a dos chicas del grupo, una con cada brazo. Porque Albert era excesivo. En todo. En la amistad también. Y, como acostumbra a pasar, detrás de aquella fuerza de la naturaleza había un tipo tierno, entrañable, generoso, que sólo quería hacer felices a los otros.

Últimamente le había perdido la pista. Los dos, y la gran mayoría del resto del grupo, dejamos de ir a aquel pueblecito, donde ahora resulta que hay censadas más de 15 mil personas. Aquello que sucede, verdad, que la vida te lleva a otros lugares, físicos y vitales, y cuando te das cuenta han pasado 30 años de todo. O más.

Cuando supe que Albert había muerto, enseguida entendí que en aquel preciso instante había dejado de vivir corporalmente una parte de la historia de mi vida. Una parte importante de mi pasado acababa de quedar congelada en la memoria para siempre y ahora, definitivamente, era imposible ni un presente ni un futuro. Aunque estés tiempo sin ver a una persona, compartir centenares de momentos tan intensos, tan vividos, tan potentes, justamente cuando despiertas a la vida y tienes hambre de descubrirlo todo, hace que parezca que todo continúa allí. Pasan los años, pasa tu vida, la de los otros y los recuerdos estan allí, indestructibles. Pero nunca más nada será igual. Y eso no lo sabes hasta que la vida te lo enseña.

Ahora hace una semana, gracias a Albert, pude estar un rato charlando con a mi pasado. "¿Qué ha sido de tu vida"?. "¿A qué te dedicas"?. "¿Ya eres abuela, caray"!. "¿Te acuerdas de aquel día que...?". "Y cuando fuimos a...". "¿Y la excursión al Niu de l'Àliga? ¡Como quedaron las tiendas después de la tormenta! Y él quería una patata para ponerla en la punta del hierro. Y yo le decía: Albert, ¿de dónde quieres que saquemos ahora una puta patata si estamos en medio de la montaña?". "Y el día que fueron a pescar y al lanzar el anzuelo le enganchó la oreja a Edu... pero en vez de cortar el hilo, volvieron desde la Mota de Sant Pere, él delante pedaleando con la caña y Edu detrás en la otra bicicleta con el anzuelo como si fuera un pendiente. Y el Edu le gritaba: no tires, que me la arrancarás".

Y todo eso sucedió comiendo un pan con tomate excelente, una tortilla de patatas perfecta y una coca de crema deliciosa. Y buen cava. Claro, Albert no habría aceptado un mínimo nivel de calidad, sólo faltaría. Sencillo pero bueno. Cosas de tener el morro fino. Porque mira que llegamos a comer cosas extrañas a horas extrañas y en lugares extraños, pero siempre con aquel toque de calidad de quien, creo, habría sido todavía más feliz de lo que lo fue, despachando en la tienda de la familia. Porque habría sido feliz haciendo feliz a sus clientes. Como lo hizo con sus amigos.