En un momento de blanco o negro como este, quien tiene más posibilidades de éxito es quien propone más tonalidades próximas al color que defiende. De tal manera que, si el elegido es el blanco y sólo propones blanco puro y duro, no tienes nada que hacer con quien propone blanco, blanco roto, blanco hueso, blanco crema, blanco marfil, blanco crudo y blanco nácar.

De aquí ha nacido el ámbito de los Comunes (quien nos tenía que decir hace tres años y medio que Ada Colau sería alcaldesa de BCN), el de Esquerra con el sector más catalanista del PSC (quien nos tenía que decir hace 10 años que un Maragall sería conseller por Esquerra en un gobierno indepe presidido por un postconvergente), el del PSC con la antigua Unió (quien nos tenía que decir hace tres años que un exconseller de Unió en un gobierno convergente formaría parte del grupo parlamentario y se sentaría justo detrás de Miquel Iceta) o el de Ciudadanos convertido en Junts pel No (quien nos tenía que decir hace seis años que de triplicar diputados pasarían a ser la fuerza más votada en Catalunya).

Y ahora llega la recuperación por parte de una parte del espacio convergente de la Casa Grande del Catalanismo. Pero, por obra y gracia del cambio que ha sufrido este país en cuatro días, reconvertida nominalmente en la Casa Grande del independentismo.

¿Problema? Pues curiosamente, quién tiene más definido cuál es su espacio ideológico y social, es quien tiene más complicado construir el artefacto. Al menos ahora mismo. Tienen el terreno, sí, pero parte de la familia se les ha instalado con una rulot y hacen vida, otra parte con cuatro maderas y unos cartones se han hecho un cobertizo y van a comer los fines de semana, y los primos de Santa Fe del Penedès (como por decir un nombre) han enterrado a la abuela justo donde tienen que ir los cimientos y no la quieren cambiar de sitio. Total, que quien tiene los planos de la casa y la hipoteca firmada con el banco (digale quién ganó contra todo pronóstico y encuestas las elecciones con la marca Junts por Catalunya), resulta que ahora no puede empezar las obras.

Y así nos encontramos con que Carles Puigdemont y sus fieles quieren levantar una casa diseñada por él y donde él tiene que ser el arquitecto. Pero los de la rulot dicen que el arquitecto tiene que estar a pie de obra y no a 1.800 kilómetros, los del obertizo dicen que las obras tienen que dirigirlas ellos y los de Santa Fe quieren contrapartidas si les hacen cambiar a la abuela de lugar.

Total, que hace tiempo que las obras están paradas pero finalmente el arquitecto ha decidido ir al grano y este lunes la máquina empieza a quitar hierbas y allanar el terreno. Todos ellos (y ellas) están condenados a entenderse, pero dependiendo de la manera con la cual se pongan de acuerdo la casa les saldrá torcida, como ya les sucedió cuando construyeron el PDeCAT. Y la cosa no está como para ir derribando y volviendo a levantar las casas. Por mucho que tengas un buen terreno. Al menos tan a menudo.