En política hay algo peor que el fracaso, y es la irrelevancia. Al fin y al cabo, ganar o perder son dos verbos que todo político tiene que saber conjugar si quiere marcar liderazgo e influir en su tiempo. De hecho, la derrota bien digerida tiende a ser una catapulta hacia un éxito posterior, y el ejemplo de Xavier Trias es, en este sentido, paradigmático. Pero lo que no admite el liderazgo político es la irrelevancia, porque entonces ni es liderazgo, ni tiene ninguna capacidad de hacer política. Liderar es arriesgar, saber jugar las cartas, aprovechar las debilidades de los demás y, sobre todo, no dejarse humillar nunca. Y cuando este liderazgo se implementa en negociaciones y en alianzas, la norma siempre es la firmeza de las posiciones. Si el adversario —no olvidemos que las alianzas se hacen con los adversarios, talmente se hace la paz con los enemigos— percibe debilidad, tiene la partida ganada antes de empezar. El aliado irrelevante no es un aliado, es un sirviente.

Es exactamente esto lo que le está pasando a ERC con los socialistas: han hecho una retirada de posiciones tan espectacular que han dejado de ser una preocupación para el PSOE y han pasado a ser una cómoda alfombra por la que pasear su poder. Por eso los republicanos no han conseguido ni un solo éxito en las negociaciones, y por eso mismo han caído en todas las trampas que les han preparado. Si en algún momento el PSOE temió la fuerza ciudadana y política que tenía ERC —que se sumaba a la fuerza global independentista—, en estos momentos ha perdido todo temor a la misma velocidad que los republicanos han renunciado a sus posiciones y han fragmentado el independentismo. El fracaso del pacto de ERC con el PSOE en el Estado es tan rotundo como humillante, y hace bueno el axioma político por excelencia: si no te temen, no te respetan; si no te respetan, te dominan.

En estos momentos, el gobierno de Pere Aragonès es un gobierno veleta que se mueve al viento que más fuerte sopla, y no hay soplido como el socialista

En coherencia, esta misma desidia humillante es la que proyecta el PSC hacia el Govern del president Aragonès. Quizás los republicanos se creyeron al principio, en un ataque grave de ingenuidad, que, si se portaban bien en Madrid, tendrían garantizados los presupuestos en Catalunya y el mantenimiento del Govern. Sin embargo, dejando aparte el hecho de que Pedro Sánchez no tiene amigos, también era evidente que Salvador Illa no jugaría a salvar a Aragonès, sino a echarlo de la silla. Es por eso por lo que necesita que esté cada vez más débil, y que se perciba su debilidad. Lo ahoga, le da oxígeno, lo vuelve a ahogar, y lentamente lo va dejando en un estado catatónico del cual solo puede salir engulléndose Hard Rocks, cuartos cinturones y todos los sapos que le quiera imponer. La situación es, a estas alturas, tan patética que no solo daña seriamente la credibilidad del president, sino la credibilidad de la presidencia, es decir, de la institución que representa.

Esta es la situación dantesca en que se encuentra, ahora mismo, la Generalitat catalana: es gobernada por una minoría de una minoría, después de un estropicio inexplicable con las alianzas que le permitieron llegar a la presidencia; por el camino, esta minoría ha cambiado de proyecto y ha virado con respecto al sentido del voto que consiguió; una vez perpetrado el estropicio y renunciado al proyecto, se ha dejado engañar por la gente de los comuns, que lo han llevado a un callejón sin salida; y, con la evidencia de que con los comuns no iba a ningún sitio —también ellos, cada vez más irrelevantes—, se ha dejado abrazar por el oso socialista que, como todo el mundo sabe, ahoga más que abraza. En estos momentos, el gobierno de Pere Aragonès es un gobierno veleta que se mueve al viento que más fuerte sopla, y no hay soplido como el socialista. Mientras tanto, no aprueba ninguna iniciativa —ha perdido decenas de votaciones desde que gobierna en minoría— y tiene en pie de guerra a dos sectores decisivos del país: la sanidad y la comunidad educativa. Con denuncias, en ambos casos, de conselleries inflexibles, falta de proyecto y mala gestión. Obsesionarse con mantener el poder en esta situación precaria e ineficaz es una irresponsabilidad que daña los intereses de la ciudadanía a la que tendría que servir. Aquello de poner el partido por encima de los ciudadanos, pero llevado a un extremo dantesco.

En este punto, ¿cuántas veces se habrá arrepentido ERC del despropósito arrogante que hizo cuando cesó al vicepresident Puigneró y motivó la ruptura del Govern? Si se imaginaba que ahora podría gobernar en solitario —como siempre había querido— y que consolidaría posiciones, no podía errar más el tiro. Ha mostrado debilidad, se ha dejado engatusar por los adversarios y ha sido incapaz de gobernar. Ha conseguido, pues, lo peor que podía pasar: que el rey republicano se quedara desnudo. Y cuando el rey va desnudo, ya sabemos qué pasa: las miserias quedan al aire.