Se ve que Irene significa “serenidad” y “paz”. Que en la mitología griega era la hija de Zeus y Temis, la diosa que personifica la paz, la riqueza y la primavera. Quizá por eso, Joan Manuel Serrat escribió una canción que describe su flirteo con una Irene irresistible que contemplaba en la distancia, eso sí, mientras ella tendía la ropa, no sea que no quede claro que el contexto era 1978. Y si los tiempos han cambiado —no lo suficiente— desde que Serrat no podía resistirse a una chica que tendía la ropa, es gracias, en parte, a una Irene, Montero de apellido, a la que se le ha hecho la vida imposible desde la derecha evidente —el PP, VOX la judicatura y muchos medios de comunicación—, la teóricamente menos evidente —si no se piensa en Felipe González como en un elefante— y desde la izquierda, que es lo grave y lo que, no cuesta de imaginar, le sabe peor a la exministra de Igualdad.

El sistema España acepta Sumar, una izquierda más homologable a sus ojos, pero no acepta a Podemos

De la misma manera que el caso Rubiales demostró que buena parte de España no estaba preparada para lo que tiene de revolución el fútbol femenino, los anticuerpos generados por el poder hacia las políticas feministas de Montero —con los errores que queráis— han demostrado que España estaba aún menos preparada para una revolución superior. También es verdad que, más allá de sus leyes, a Montero, como a Ione Belarra, se las ha utilizado como cabeza de turco cuando Pablo Iglesias —también con los errores que quieran— dejó sus cargos institucionales. Porque, como se ha visto, tampoco el poder en España estaba preparado para un partido como Podemos. El sistema España acepta Sumar, una izquierda más homologable a sus ojos, pero no acepta a Podemos. De la misma forma que el sistema España aceptaba el catalanismo convergente, pero no el independentismo. La derecha ha señalado a unos y a otros, a las dos enmiendas a la totalidad que aparecieron en la década de los años 10, y la izquierda —la del PSOE y la del antiguo comunismo— los ha ejecutado. Pedro Sánchez tiene ahora un gobierno aceptable para el sistema, como pronto lo serán sus apoyos en Catalunya y en Euskadi, porque han quedado domesticados, cada uno por una vía distinta.

Irene significa paz, pero es lo que no ha tenido Montero, porque tampoco lo ha querido, y bien hecho que hace, reivindicando la furia trans, el orgullo LGTBI, la lucha antirracista y la lucha de las mujeres, aprobando leyes valientes, mejorado la vida de la gente y abriendo debates necesarios —como argumentan sus partidarios— y han querido liquidarla, como ella misma dice, entre otros, los hombres amigos —o no— de Pedro Sánchez de entre 40 y 50 años. Es decir, el hombre blanco de mediana edad, privilegiado y que se siente amenazado y responde con insultos y acoso personal y familiar. Y, lo que es triste, efectivamente, es que no la hayan defendido ni los suyos. Los suyos, que se quedan en las sillas, se entiende. Pero, en fin, que podemos esperar de un sistema y de una sociedad que tiene los santos cojones de querer desahuciar a una señora de 78 años por no haber pagado 177 euros y que ha convertido la vivienda en la mayor herramienta de especulación que hay en España, empezando por muchos señores sin moral cívica que habitan entre nosotros y devoran pueblos y ciudades porque ellos ya se marcharán de fin de semana. Que la madre de Irene, Temis, patrona de la justicia, haga más que nosotros.