Las esferas mediáticas y políticas están emocionadas con el nuevo gobierno autonomista, pero no dejo de preguntarme si Puigdemont se guarda todavía una piedra en la faja. La esperanza es el último que se pierde y sería divertido que volviera a hacer como en octubre, cuando dijo que convocaría elecciones, en vez de hacer efectiva la independencia, y al final no hizo ni una cosa ni la otra.

La situación política es tan caótica que permite muchos malabarismos. Dar pescadito es la táctica por excelencia de la política catalana. La CUP no quiere ser más papista que el Papa, pero si no ha perdido el juicio agotará hasta el final a la posibilidad que Puigdemont sea investido. Es la única oportunidad que tiene de conservar un papel central en el Parlamento y preservar el valor del 1 de octubre.

Si el Parlamento votara Puigdemont, Catalunya todavía podría aplicar los resultados del referéndum. La gestión que los políticos han hecho del derecho a la autodeterminación ha sido tan interesada que cuesta de ver, pero tenemos la libertad a tocar, si queremos cogerla. Investir Puigdemont no deja de ser una manera de aplicar la primera ley de Transitoriedad, una ley absurda que los procesistas se sacaron de la manga por una mezcla de cinismo y de mala conciencia, pero que resulta útil como imagen.

Las decisiones que han tomado los jueces alemanes y belgas permiten que el Parlamento invista Puigdemont y pida a los países europeos que lo reconozcan como el presidente legítimo. No hay ninguna razón por la cual la justicia española tenga que introducir un elemento de arbitrariedad tan profundo en la justicia europea, mientras forme parte de la Unión. Por eso Bruselas ni Berlín han querido complacer a sus socios españoles y extraditar a los políticos catalanes exiliados.

Los resultados del 21-D nos permitirían recoger la fuerza malograda del referéndum y girarla contra el Estado español. Si los presos no quieren estar 30 años en la prisión, vale más que crean en el país, en vez de creer en los políticos madrileños que les explican historias. El 21-D se celebró bajo la legalidad española porque Rajoy necesitaba demostrar en Europa que el referéndum era claramente minoritario, y el tiro le salió por la culata.

Como decía un tuitero, estamos viviendo momentos históricos. En pleno siglo XXI un estado democrático europeo no puede impedir la aplicación de un resultado electoral sin que tenga graves consecuencias. El problema es que si nosotros no hacemos nada para que estas consecuencias tengan un resultado racional, sólo generarán más caos en la política española. Madrid no puede impedir la investidura de Puigdemont sin saltarse su propia legalidad, y no legitimar todavía más la autodeterminación de Catalunya.

Es la única cosa que Puigdemont no ha entendido: para liberar Catalunya no es suficiente de jugar al gato y a la rata con Madrid. La única manera de aplicar el derecho a la autodeterminación es aplicándolo. Investir a Quim Torra, que es la máxima expresión de la cultura retórica y esquiva que nos ha llevado al fracaso, sólo complicará el panorama. A los españoles se les tiene que ganar. La confrontación democrática de la cual se habla siempre es ser fiel al voto de los electores, sin dejarse arrastrar por las dramatizaciones de los políticos cínicos que se pensaban que podrían emular el Compañeros del 6 de octubre, para ser presidentes de la Generalitat.

Puigdemont, y los niños de ERC que se tragan las comedias de sus jefes, tendrían que tener presente que el independentismo empezó a perder adeptos cuando se vio que el 9-N era una farsa, y que sólo remontó con el 1 de octubre. En cualquier estado de Europa, que es un continente cínico, le será más fácil reconocer de entrada la investidura de Puigdemont que la independencia de Catalunya, aunque en la práctica signifiquen lo mismo y representen una desobediencia a España.