Hay una frase bastante conocida de Jacinto Benavente que encuentro adecuada para la ocasión. Dice, más o menos, que el único egoísmo aceptable es aquel que procura que todo el mundo esté bien, con el fin de estar bien él mismo. No sé si el autor de Los intereses creados la pronunció en su condición de político, cuando fue diputado en el Congreso, o como dramaturgo en boca de algunos de sus personajes, pero fuera cual fuera el caso, tendría que estar grabada en la pared noble de los Parlamentos.

El egoísmo del bien común, o en otras palabras, el sentido de servicio público que tendría que comportar la política. Sin embargo, dado que hay muchos representantes públicos que creen que la política es un plan de pensiones asegurado, y no un honor temporal, su práctica se convierte un ejercicio monumental, histriónico y a menudo histérico de egolatría personal. Están tan absortos por el globo de su magna importancia que no se dan cuenta de hasta qué punto se han vuelto auténticos extraterrestres, tan alejados de la ciudadanía como parásitos de ella. Solo hay que aguzar el oído en los micrófonos y ver cómo una parte sustancial del debate político no es nada más que un ejercicio de masturbación de unos con los otros, gracias al cual viven en permanente estado orgásmico. Convencidos de que sus peleas de bar tienen alguna significancia, nos arrastran al ciclo de la banalidad más pueril, mientras la gente sufre su pesada realidad.

Pero si esta bacanal de egolatría es insufrible en situaciones de normalidad, se vuelve especialmente grotesca e indigestible cuando las tragedias sacuden la vida de la gente. El espectáculo de estos días es el ejemplo más sangrante de ello: mientras miles de personas luchan por salvar sus bosques, granjas, animales, casas e incluso vidas, ante la voracidad de terribles incendios, los políticos se entretienen tirándose los trastos los unos a los otros, en un ejercicio del "y tú más" que da un enorme, inmenso y repugnante asco. Dicho con claridad: tienen más prisa para intentar sacar un provecho electoral de la tragedia de los incendios, que al buscar unidades, coordinar esfuerzos y encontrar soluciones. Y no se salva nadie. Que si la culpa es de Sánchez y su gobierno en precario, que si lo es del PP, y sus autonomías de pacotilla, y por el camino llegan al paroxismo dialéctico, mientras demuestran su ineficacia como gestores públicos.

Tan absortos por el globo de su magna importancia, que no se dan cuenta de hasta qué punto se han vuelto auténticos extraterrestres, tan alejados de la ciudadanía como parásitos de ella

De todos los ejemplos vergonzosos que podrían llenar este artículo, me quedo con los menos ruidosos —en el sentido de que algunos políticos se han dedicado auténticas barbaridades—, pero más significativos: el comportamiento de Feijóo y el de Yolanda Díaz. Los dos casos son de libro. En el primero, el líder de la oposición y aspirante a la presidencia aprovecha desde el primer minuto de la tragedia para hacer declaraciones y tuits acusatorios contra el ejecutivo socialista, en lugar de hacer aquello que sería deseable: llamar al presidente y ponerse a su disposición. Qué hace falta, qué necesitan, qué tenemos que hacer... la conciencia del esfuerzo colectivo ante el drama. Después de Feijóo, y marcado el camino, la hilera de peperos lo siguen con la estridencia pertinente. Un coro de gallinas cluecas. Y en el otro lado, el otro coro desafina con la misma inmoralidad, con la hilera de socialistas compitiendo a ver quién la arma más gorda. Es entonces cuando aparece Yolanda Díaz y se convierte en el paradigma de toda esta miseria.

Pongo la lupa. Galicia sufre unos incendios terribles. Yolanda Díaz es gallega. Es, también, vicepresidenta del Gobierno. Como tal, no ha ido ninguna vez a pie de fuego, al lado de los bomberos y la gente, pero se ha plantado en Galicia para encabezar una manifestación contra el presidente de la Xunta. Por el camino, abre micrófono, acusa al gobierno gallego de entregar la lucha contra los incendios a las privadas —se equivoca, en Galicia, los 3000 bomberos son públicos—, y se queda tan feliz después de haber hecho el gesto más revulsivo de aprovechamiento político de la tragedia. ¿Realmente no se da cuenta de la inoportunidad de querer sacar rédito político mientras el fuego sigue devorando hectáreas? Ya se sabe que a Sumar le fue muy mal en Galicia en las últimas elecciones, que está en una carrera desesperada con Podemos, y que su figura es ahora desangelada. Quizás por eso actúa a la desesperada, pero si cree que este tipo de gestos le dan votos y relevancia, es que no ha entendido nada.

Esta es la cuestión: la sobredosis de importancia que se dan los políticos, convencidos de que sus dificultades y su futuro personal tienen alguna significación para la realidad de la gente. Pero cuando los incendios desbocados devoran vidas, este espectáculo de egolatría se vuelve inmoral. Es a pie de fuego donde tendrían que estar los que dicen representar al pueblo. A pie de fuego, y no a pie de micrófono.