Por inercia caminamos por la vida, poniendo un pie delante del otro como aquel que respira sin hacer ningún esfuerzo. Simplemente, el aire entra y sale empujado por un fuelle automático que no activamos exactamente del todo. Simplemente, también, avanzamos por el mundo dejando una amalgama de huellas imprevistas. Huellas imposibles de seguir, que hacen eses y se enroscan, que ahora se detienen y dejan una marca más honda en el asfalto por el peso de la vivencia, que más tarde pasan de puntillas por el lugar fangoso que nunca habrían querido visitar y al que llegaron por la fuerza de la rutina.

Por inercia amamos a quien nos ama, a quien tenemos cerca, imaginándonos que quizás el amor es eso, pensando que el mundo es tan pequeño que solo cabe nuestra gente. O vete a saber si es que intentamos construir un pequeño universo a medida de nuestras esperanzas, un mundo particular como el patio interior de una masía donde encontrar refugio y sombra. Con un entoldado hecho con ramajes de árboles que vamos plantando en un intento de perpetuarnos. Una salida desde donde mirar pasar la vida, quién sabe si también detenerla. Hay, sin embargo, casas que se heredan y hacer reformas no siempre es fácil ni viable.

Por inercia hemos dado por hecho que había estacas inamovibles, olvidando que la mítica canción de Llach ya avisaba de que estirándola fuerte por aquí y por allí podía caer. Puntales que la marea carcome con sus subidas y bajadas, que si el agua en movimiento oxida, qué no podrá hacer la estancada. Aquellas costumbres que no ventilamos, aquellas relaciones que no sacudimos. Historias podridas de abandono o de cansancio, paredes mohosas por la humedad. Como le he leído a Francesc Serés, no remuevas cosas viejas que salen todos los demonios. Sin embargo, quizás hay que identificarlos para dejar de convivir con ellos.

Por inercia cogemos trenes y metros que sabemos que llegarán tarde. Apretamos el acelerador y masticamos. Dormimos en vez de soñar

Por inercia miramos el móvil y el reloj, como si haciéndolo pudiéramos abarcar la avalancha de información y de tiempo y al mismo tiempo dejamos de mirar a los ojos de la gente y perdemos el hábito de la contemplación por sí misma. Por inercia cogemos trenes y metros que sabemos que llegarán tarde. Apretamos el acelerador y masticamos. Dormimos en vez de soñar. Por inercia hacemos fotos a destajo y borramos la mayoría y no imprimimos las escogidas y los recuerdos se quedan en una nube invisible, que se va llenando de memoria intangible.

La mayoría de decisiones que tomamos son sin pensarlas mucho, empujadas por el día a día y la práctica adquirida. Giramos dentro de círculos que otros dibujan o que nosotras mismas perfilamos con cierta desidia o ignorancia a medida que avanzamos por los años de vida que nos son regalados. Y nuestras huellas son como hiedra en la pared y los afectos, compañías previsibles. Las historias se convierten en clichés y las emociones, una lenta burocracia.

Hasta que un rayo de luz entra en el círculo vicioso y lo convierte en virtuoso y nos muestra que hay una salida voluntaria, que no hace falta que sea usada solo en caso de emergencia. Un camino en el que no hay ruido de rebaños de corderos, donde pastores jóvenes todavía suben a los árboles y mantienen usos y tradiciones saludables y conscientes. Por inercia escribimos líneas y líneas de papeles hasta que alguien interrumpe lo redactado supuesto y metódico. Entonces, el suspiro es deseado y respirar se transforma en deseo. La belleza y el silencio suelen ir cogidos de la mano