"A mí me da vergüenza ser independentista". Eso es lo que me dijo un buen amigo el fin de semana pasado mientras íbamos en coche escuchando la radio. A mí no me da vergüenza ser independentista —es lo que soy y es lo que seré hasta que la secesión de Catalunya sea una realidad— pero lo entiendo. Es especialmente entre mi generación —tengo veinticuatro— y todo lo que queda un poco por encima y un poco por debajo, donde la sensación de hartazgo es más grande. En el fondo no es más que una impresión, una percepción general que, evidentemente, cuenta con todas las excepciones que uno quiera poner. Que el domingo en la manifestación había jóvenes, de acuerdo. Que algunos esperáis que os lo den todo hecho, de acuerdo. Que os cansáis a la primera, de acuerdo. Pero que mi generación cuente con un sentido desmesurado de lo que en inglés se llama entitlement, que creemos merecer por gracia divina todo aquello que queremos, no lo explica todo en este caso. La desafección política con el movimiento independentista no es patrimonio nuestro ni se explica únicamente porque nos lo han dado todo hecho y esperamos que así continúe. Es la mezcla de un cierto recelo hacia las entidades independentistas, porque las consideramos culpables de la friquización y esplaización del movimiento; de un rencor contra los partidos porque cuando les dimos nuestra fuerza la malograron, y de una impotencia enquistada porque la experiencia nos dice que, cuando lo volvamos a intentar, los nuestros lo detendrán. Esta mezcla provoca que aquel joven de catorce años que fue en 2012 a su primera mani, se quede en casa por la Diada ahora que tiene veinticuatro.

Para los que nos sentimos al margen de todo esto sólo hay una manera de no colaborar: no estar ahí y dejarlos solos

"Si queréis que cambien las cosas, poneos a ello vosotros". ¿Y cómo quieres que me ponga a ello, Joan Ramon? La única manera de hacerlo es a través de unos partidos que utilizan las propias juventudes políticas como sordina. ¿Quieres que desaprenda a pensar para sobrevivir? ¿Que consiga un cargo a base de repetir discursos masticados, Joan Ramon? ¿Que me ponga una camiseta de la acampada joven para hacer la ofrenda floral a Rafael Casanova? ¿Que se me pase los fines de semana organizando la Escola d'Estiu con el colectivo local? Si la única salida que se nos da ahora mismo a los que ya no nos sentiremos nunca más españoles, pero no queremos formar parte de una nueva estafa es "Poneos a ello vosotros", se nos condena a ser el eco más adocenado de aquello que nos ha llevado a donde estamos. Porque jóvenes que lo han hecho ya hay, pero dudo que Pau Morales o Judit Toronjo sean el vehículo de ninguna desafección general con el procés si viven de los partidos que se niegan a culminarlo. El joven no hace la cosa. Aunque la diferencia de resultado entre no tener estrategia y que tu estrategia sea la mesa de diálogo es nula, la diferencia entre cobrar un sueldo de diputado con 30 años o no cobrarlo lo es todo. Eso no quiere decir que Morales y Toronjo no se crean lo que dicen, o que Àlvaro Clapés y Kènia Domènech mientan por afán de dinero. Eso quiere decir, sencillamente, que para estar donde están se lo han tenido que creer incluso cuando no se lo creían para mantener su ascenso y sobrevivir. Y yo, aquí, no me quiero meter.

¿Por qué no lo tendríamos que hacer, si nuestra única vida política se basa en el hecho de que después de diez años de promesas y días históricos seguimos siendo españoles?

"Y tú, qué propones"?. "Les hacéis el juego a los españoles". "Quedándoos en casa no haréis nada". Quizás no. Pero si la movilización es lo único que tengo para fiscalizar una clase política que me ha decepcionado, la utilizaré como me convenga. Si tienen que utilizar mi presencia o mi voto para alimentar el negocio de los aspavientos y la desintegración del poco provecho que quedaba en la autonomía, prefiero no estar. Movilizarse por inercia, para que no vengan los "ñoles", sólo les sirve de garantía que hagan lo que hagan, nosotros estaremos ahí, porque España también lo estará. Son lo bastante astutos para saber que las generaciones que han nacido y crecido bajo el franquismo operan con el mecanismo del miedo y de la alternativa peor, porque todavía perder todo lo que no tenían cuando eran de nuestra edad. Es con esta identificación tan lógica entre quiénes son los nuestros y quiénes no, que los partidos independentistas sobreviven y las festividades de la ANC siguen más o menos llenas. Es así como, sin rumbo y sin esperanza, no temen nunca a la extinción y, por lo tanto, ya no se tienen que poner en riesgo para conseguir ningún objetivo. Los partidos prosperan a pesar de sus desavenencias porque los independentistas no desaparecen por arte de magia e incluso algunos jóvenes que se dedican a acumular frustración como práctica política acaban yendo a la Diada para que no se vea vacía, para que no sea dicho. Para los que nos sentimos al margen de todo esto sólo hay una manera de no colaborar: no estar ahí y dejarlos solos. ¿Y por qué no lo tendríamos que hacer, si nuestra única vida política se basa en el hecho de que después de diez años de promesas y días históricos seguimos siendo españoles?