Este es un artículo optimista, ¿vale? Es cierto que la situación del catalán pasa por un momento difícil —crítico, dirían algunos—, pero también es cierto que hay margen para el optimismo. Es más, diría que la cosa solo se soluciona si es con optimismo, que si bien por sí solo no es suficiente, resulta imprescindible. Más que nada, porque si pensamos que ya no hay nada que hacer, será cuando, realmente, la lengua se extinga. Hay una masa crítica de catalanohablantes suficiente —aquí sí, suficiente— para pasar la llama de la lengua a la siguiente generación. Y si se saben tomar decisiones inteligentes, comprometidas y, sobre todo, firmes e irrevocables, el catalán podrá volver a ampliar la base y limitarse a defender el perímetro actual.

Para llegar hasta aquí hay que tomar nota del pasado y saber qué ha funcionado y qué no. Es más, ser lo bastante ecuánimes y valientes para admitir que aquello que funcionó en el pasado ahora quizás ha quedado obsoleto. Pero sin reproches ni acritudes. Por ejemplo, la inmersión lingüística en las escuelas catalanas fue un éxito. Pero lo fue en un determinado tiempo, con un contexto demográfico concreto y con unas herramientas de comunicación oral y escrita que ahora han cambiado por completo. Por eso, sin cargarse aquel hito de los años 80 y 90, quizás habría que replantearse si aquel mismo instrumento hoy es válido de la manera en que fue concebido entonces. No soy sociolingüista, pero sí que sé vislumbrar el papel clave de la escuela.

El catalán vive un momento valle, y en este mientras tanto la escuela es fundamental

En esta hora valle de la lengua catalana, pues, la escuela volverá a ser uno de los puntales: la demografía está llevando a las aulas una proporción creciente de niños y niñas que no tienen el catalán como lengua familiar. Y de la misma manera que los hijos y nietos de aquellas personas venidas de Andalucía, Extremadura, Castilla, Galicia y demás zonas españolas sí que —a diferencia de sus padres y abuelos— saben hablar catalán, pasará lo mismo con los hijos de ecuatorianos, peruanos, bolivianos, chinos, marroquíes y senegaleses venidos de primera generación. Ahora, sin embargo, estamos viviendo el mientras tanto, y por eso el momento actual es determinante. Por su papel integrador, cohesionador y transversal, la escuela —pública, privada o concertada— representa una de las joyas de la corona de la lengua catalana. Y eso, partidarios y detractores lo saben muy bien.

Por eso resulta trascendental tener preparada una respuesta nacional a la más que probable decisión del Tribunal Constitucional de cargarse el catalán como lengua vehicular en las escuelas catalanas. La sentencia definitiva llegará antes de que acabe el año y, por sus efectos, puede tener una importancia proporcional a la que en su día tuvo la sentencia del mismo tribunal sobre el Estatut en el año 2010. Y la similitud con aquella resolución no acaba aquí: el Constitucional tirará por el suelo uno de los factores que goza de más consenso en Catalunya. Y a pesar del ruido que hacen las entidades llamadas bilingüistas (que, por cierto, siempre se expresan de manera monolingüe) y el relieve mediático sobreproporcionado que adquieren las poquísimas familias que quieren para sus hijos una enseñanza solo en castellano, la escolarización en catalán es una estructura de país con el reconocimiento mayoritario de casi todos los hogares catalanes, sean independentistas o no.

Hablar catalán es un derecho, saber el castellano, una obligación: para rehacer el empate, habría que eliminar la obligación de saber el castellano o incorporarla para el catalán

Y es aquí donde radica la importancia de renovar las herramientas para proteger el catalán; especialmente las legislativas. El marco legal español prevé que yo, como catalanohablante, tenga el derecho a utilizar el catalán en Catalunya. Pero esa misma legalidad me obliga a saber el castellano, no así el catalán. Esta obligatoriedad es una imposición se mire por donde se mire. Para que el catalán y el castellano estén realmente en igualdad de condiciones en Catalunya haría falta, pues que —como mínimo— se rehiciera el empate: o bien se elimina la obligación de saber castellano, o bien se incorpora la obligación de saber el catalán para todo el mundo que quiera llamarse residente en Catalunya. Y no es nada más extraño, ni grave, ni autoritario que lo que actualmente dice la Constitución española para el castellano.

Con una nueva base legal fuerte, se habrán acabado las discusiones —a veces absurdas— de por qué en determinadas situaciones el catalanohablante tiene que dejar de hablar el catalán en Catalunya; como si el derecho del monolingüe castellano fuera más bonito y preciado que el derecho del catalanohablante a ser monolingüe (un ejemplar que, por otra parte, no se da nunca). Y cuando entonces se sale con el argumento final de "porque estamos en España", solo hay que recordar que si España no admite el catalán en pie de igualdad que el castellano, entonces son ellos mismos los que están echando a Catalunya de España. El catalán recibirá un nuevo golpe este otoño-invierno. Y será el momento de convertir la reacción en un nuevo estadio, y aquí sí que hará falta, más que un pacto nacional por la lengua, un impacto nacional por el catalán.