Mañana viviremos la elección más trascendente desde aquella que en 1982 llevó a la izquierda al poder por primera vez desde la Guerra Civil. El hecho de que sea una votación limitada a Catalunya, que verse sobre el autogobierno y las instituciones catalanas, no excluye que todos los españoles seamos agudamente conscientes de su importancia. Primero, porque los hechos que han conducido a esta convocatoria excepcional han puesto en cuestión el ser y la subsistencia de España. Y segundo, porque todos sabemos que la paz, el progreso y la estabilidad en España estarán lastrados mientras el llamado “conflicto catalán” permanezca incandescente.

Catalunya no puede desligarse de España sin producir una colisión catastrófica para ambas, cuya onda expansiva pondría en peligro, además, la propia estabilidad de Europa. Ya lo he escrito aquí, pero lo repito: la llamada vía unilateral se ha demostrado impracticable y no existe en la realidad una vía bilateral hacia la independencia, porque no se dan ni se darán ninguno de los dos consensos imprescindibles para ello: el consenso entre catalanes y el consenso entre Catalunya y el resto de España.

Pero Catalunya sí tiene capacidad y fuerza para condicionar decisivamente la vida de España. La puede condicionar en todos los aspectos: en lo económico, por supuesto. Pero también en lo político, en lo social, en lo institucional, en lo cultural… Y esa capacidad de marcar el pulso de España desde Catalunya le da un peso del que a veces, creo, los catalanes no son suficientemente conscientes. Sí lo fueron los dirigentes nacionalistas durante muchos años, y lo activaron con inteligencia para que su contribución a la estabilidad de España se tradujera en más progreso y mejor autogobierno para Catalunya. Justo lo contrario de lo que ha traído el procés: desestabilización de España, sí, pero con la factura adosada del empobrecimiento de Catalunya y de un retroceso traumático de su autogobierno —por no hablar de una fractura interna que necesitará el paso de más de una generación para soldarse.

Catalunya no puede desligarse de España sin producir una colisión catastrófica para ambas, cuya onda expansiva pondría en peligro, además, la propia estabilidad de Europa

Para la elección más trascendente, la campaña electoral más absurda y más inútil. Nunca olvidaremos esta elección, pero tardaremos muy poco en olvidar esta campaña que, por no servir, no ha servido ni como ajuste de cuentas. ¿Cómo puede servir de algo una campaña en la que cada bando acusa al otro de dar un golpe de estado y en la que la palabra más repetida (más arrojada, en realidad, porque aquí las palabras no se emiten, se arrojan) es mentira?

No se puede esperar gran cosa de una jornada de reflexión en un entorno político que se caracteriza precisamente porque de él ha sido desterrada la reflexión. Pero quizá sería suficiente con que los que tienen que votar —y, sobre todo, los que serán votados— se digan a sí mismos algunas verdades, aunque no las admitan en voz alta:

Que seguir dividiendo los campos en independentistas y constitucionalistas es atarse al pasado. No porque unos renuncien al objetivo de la independencia y otros a la defensa de la Constitución, sino porque ni una cosa ni la otra están ya sobre la mesa en esta elección. La carta de la independencia se jugó y se quemó en el ejercicio pirotécnico del 27 de octubre. Y la vigencia de la Constitución, que estuvo objetivamente en peligro hace unas semanas, ya no lo está.

Que respetar el resultado de esta votación no significa que de ella nazca un nuevo procés. Significa que saldrán un Parlament, un president y un Govern para Catalunya en un marco legal delimitado por la Constitución y el Estatuto (ambos reformables, pero no derrocables). Quien gane podrá reclamar el derecho a gobernar en ese marco, y los demás estarán obligados a aceptarlo. Cualquier otra interpretación no es respetar sino desnaturalizar el resultado de unas elecciones que, guste o no, son autonómicas y no constituyentes, representativas y no plebiscitarias.

Pretender que una victoria nacionalista sacará a los presos a la calle es tan absurdo y embustero como suponer que una victoria unionista los dejaría irremisiblemente condenados

Que en una democracia las urnas no marcan el camino de la justicia ni meten a nadie en la cárcel o lo sacan de ella. Lo que suceda con los que hoy están encausados por la justicia —unos en libertad bajo fianza, otros en prisión y algunos en fuga— no depende en absoluto del resultado de estas elecciones. Su situación procesal no será mejor ni peor porque tal o cual partido o coalición de partidos obtenga más o menos escaños. Pretender que una victoria nacionalista sacará a los presos a la calle y extinguirá los procesos penales en marcha es tan absurdo y embustero como suponer que una victoria unionista los dejaría irremisiblemente condenados. Es no querer entender nada sobre el estado de derecho.

Que en un parlamento multipartidario como el que saldrá del 21-D serán necesarios, obviamente, acuerdos y coaliciones para formar gobierno. Pero el peor camino para llegar a ellas es justamente convertirlo en tema de campaña. Los pactos de gobierno son posteriores al voto, no anteriores. Porque en caso contrario sucede lo que ha sucedido: la generalización del noesnoísmo. Todos los discursos sobre combinaciones de gobierno han partido de rotundas, pomposas y estúpidas negaciones multilaterales: como NO estoy dispuesto a apoyar a este ni al otro, y estos y los otros NO se pondrán de acuerdo, y NO importa quién tenga más votos sino quién bloquee mejor los acuerdos ajenos, el único desenlace posible es que YO sea presidente, al margen del número de votos que me den las urnas.  El candidato socialista ha hecho una exhibición de virtuosismo —adquirido con el hábito en la política española reciente— en esta perversa práctica del No es No multilateral.

Que se van a necesitar 135 diputados activos y actuantes, un president y un Govern que no estén más pendientes de los consejos de sus abogados que de sus tareas de gobierno y dirigentes nacionalistas que estén en condiciones objetivas y subjetivas de actuar como interlocutores eficaces, sin la hipoteca de tener que atenerse a lo que han dicho y hecho en el pasado o aparecer como apóstatas. Al margen de lo que determine la justicia, el nacionalismo catalán necesita una regeneración de su clase dirigente si quiere seguir siendo útil a su pueblo y no, como lo es ya, una carga insoportable.