En las elecciones del 27 de septiembre del 2015, las dos candidaturas independentistas (Junts pel Sí y CUP) sumaron 1.966.5068 votos.

(Por precisar: considero independentistas a las fuerzas políticas que han declarado que en un hipotético referéndum votarían por la independencia de Catalunya. Otra cosa serían los soberanistas, que son quienes defienden el derecho de autodeterminación aunque no necesariamente la independencia).

En la consulta del 9 de noviembre del 2014, 1.861.753 personas votaron a favor de que Catalunya sea un Estado independiente.

Según los datos ofrecidos tras la jornada del 1 de octubre, aquel día se contabilizaron 2.044.038 votos favorables a la constitución de la República catalana.

Todas las encuestas publicadas hasta ahora muestran, sobre una proyección de participación próxima al 80%, una intención de voto a los partidos independentistas que los llevaría a los dos millones de votos —sin que afecte el hecho de que concurran juntos o separados—.

La conclusión viene sola. Desde hace tres años, cada vez que se ha podido medir y contar por cualquier procedimiento (elecciones, consultas, encuestas), aparece recurrentemente la misma cifra: dos millones. Incluso no es disparatado suponer que en su máxima capacidad de despliegue movilizador, el independentismo puede llegar a mover a cerca de dos millones de personas a lo largo de toda Catalunya para expresar su apoyo a la causa.

Para bien o para mal, la referencia es clara. Hay dos millones de personas en Catalumya que desean la independencia y están dispuestas a votar por ella y a apoyarla por cualquier procedimiento pacífico que se les ofrezca. Dos millones en una población adulta de cinco millones y medio.

Dos millones, esa es la nada despreciable fuerza social del independentismo. Pero también el límite de su fuerza. Para desesperación de los que llaman “unionistas”, no parece haber forma de bajar esa cifra. Pero para frustración de los independentistas, tampoco parece haber forma de aumentarla. Así que mientras no cambie radicalmente la situación, más vale que unos y otros asuman que esa y no otra es la cifra obligada de referencia. Dos millones de votos es lo que recibirán los partidos independentistas el 21 de diciembre.

Siempre habrá en Catalunya una poderosa corriente nacionalista con pulsión centrífuga; quien quiera tener a Catalunya dentro de España tiene que aceptar que esa realidad viene dentro del paquete

A partir de ahí, la pregunta es: ¿qué se puede hacer y qué no puede hacerse con dos millones? No qué se desea o qué nos gustaría o qué le contamos a la gente que haremos, sino qué es razonable y posible hacer con un apoyo social de esa dimensión.

Para empezar, se puede y se debe gobernar. Con una participación previsiblemente elevada, dos millones no te dan mayoría absoluta de votos —aunque probablemente sí de escaños gracias a la sesgada distribución provincial—, pero te sitúan en condiciones de formar una mayoría parlamentaria y un gobierno que se haga cargo del país.

Lo que no se puede hacer con dos millones es gobernar de cualquier manera. No sólo por las limitaciones que la ley impone a un gobierno democrático, sino porque no es sensato gobernar ignorando la existencia de los otros dos millones largos de personas que no hayan apoyado esa opción —ni siquiera la del millón largo que previsiblemente se quedarán en su casa—. Ya hemos visto lo que sucede cuando se pretende gobernar reduciendo el universo social a tus fieles: fractura social asegurada y, a la postre, impotencia y marasmo. Nunca fue bueno confundir tu mundo con el mundo.

Hablo de gobernar de verdad, no de convertir el gobierno en maquinaria de agitación y propaganda al servicio exclusivo de un objetivo político. Asegurarse de que, mientras se camina o no hacia la independencia, el país funciona y progresa, y no se queda varado en el pantano del procés —o, lo que es peor, asomándose al abismo de la recesión—.

Con dos millones se puede hacer valer esa fuerza social para obligar a reformatear el marco político de la convivencia. Igual que no se puede ignorar a la mitad de Catalunya que quiere quedarse en España, no es lógico esperar que la mitad que desea irse se va a evaporar. Siempre habrá en Catalunya una poderosa corriente nacionalista con pulsión centrífuga; quien quiera tener a Catalunya dentro de España tiene que aceptar que esa realidad viene dentro del paquete.

El nacionalismo tiene que readaptar su estrategia a lo que es viable en este momento histórico y España tiene que esforzarse por ampliar el espacio de lo viable

Lo que no puede hacerse con dos millones es fundar un Estado: al menos, no sin un coste inasumible y sin correr el riesgo de generar una frustración irrecuperable en ese mismo sector de la población que apoya la idea.

Lo sucedido en las últimas semanas es aleccionador. En el momento en que la declaración de independencia se ha corporeizado como una amenaza inmediata, se han producido los tres despertares de los que hablaba recientemente Lluís Bassets: el despertar de las fuerzas económicas, el de los estados europeos y el de los catalanes que quieren seguir en España. Esos tres despertares han sido mucho más disuasorios que toda la acción represiva de la justicia española: ellos han mostrado hasta qué punto la quimera de la República catalana es hoy irrealizable en la práctica.

Si deseamos salir de este embrollo con bien, el Estado y las fuerzas políticas españolas tienen que asumir que dos millones de ciudadanos —que queremos sigan siendo españoles— son muchos y obligan, como mínimo, a una reflexión profunda y, a ser posible, compartida. Y el nacionalismo catalán debe asimilar que no existe en esa sociedad masa crítica de consenso suficiente para soportar un proyecto de ruptura como el que han querido precipitar.  

Tras ese inexcusable doble ejercicio de realismo, puede que las elecciones del día 21 sirvan para reiniciar el juego sobre nuevas bases, menos tóxicas que las del destructivo período anterior. El nacionalismo tiene que readaptar su estrategia a lo que es viable en este momento histórico y España tiene que esforzarse por ampliar el espacio de lo viable, sin que ninguna de las dos partes viva ese obligado reacomodo de sus pretensiones como una traición o una renuncia desgarradora.

Claro que también cabe la posibilidad de que el 22 de diciembre alguien decida reanudar la pelea en el mismo punto en que estaba el día de la catástrofe: República catalana a piñón fijo versus 155 para la eternidad. En ese caso, será imposible que esta generación de dirigentes políticos reciba el perdón por el destrozo incalculable —e irreparable— que están a punto de consumar.