La decisión de Pedro Sánchez de convocar elecciones anticipadas para el mes de julio es una reacción casi desesperada, más pensada para salvar los muebles que para volver a ganar. Comicios en pleno verano y en plena presidencia de turno de la Unión Europea. Eso es tan insólito que no tiene nada que ver con los escrúpulos democráticos del presidente español y sí con sus intereses incluso personales. La OTAN busca nuevo secretario general para el otoño y el adelanto electoral español hace posible la candidatura de lo que previsiblemente será el ex primer ministro español. Sánchez ya se trabajó el cargo con la cumbre de Madrid y ha hecho muchos méritos con la contribución española de apoyo militar a Ucrania para hacer frente a la invasión rusa. Significativamente, la elección del sucesor de Jens Stoltenberg que tenía que ser en la cumbre de Vilnius los días 10 y 11 de julio se ha aplazado para después de las elecciones españolas.

Desde el punto de visto partidista, la maniobra de Pedro Sánchez también es una auténtica OPA electoral contra los aliados parlamentarios que le han asegurado hasta ahora la presidencia. Con el discurso de frenar a la extrema derecha, Sánchez pretende aglutinar para el PSOE el máximo de votos de todas las izquierdas españolas, catalanas, gallegas o vascas, apelando al voto útil que tan buen resultado ha dado a los socialistas en otras ocasiones. Es una operación que, de hecho, hace peligrar la mayoría parlamentaria actual, lo único que puede impedir la victoria del bloque PP-Vox, pero puestos a perder el gobierno, Sánchez pretende que al menos su partido obtenga un resultado digno. Es una deuda que tiene con sus correligionarios. Además, si la derrota tuviera carácter de derrota socialista como la que han sufrido otros partidos socialistas europeos, la misma figura de Pedro Sánchez quedaría muy resentida y el actual líder socialista, con 51 años, todavía tiene aspiraciones de futuro, por eso necesita un resultado que le permita formar parte del club de exmandatarios reconocidos.

La maniobra de Pedro Sánchez es una auténtica OPA electoral, no al PP sino contra los aliados parlamentarios que le han asegurado hasta ahora la presidencia. Pretende aglutinar el máximo de votos de todas las izquierdas españolas, catalanas, gallegas o vascas apelando al voto útil contra la derecha

La iniciativa de Sánchez ha sido muy aplaudida por los medios y comentaristas afines como un ejemplo de audacia, que no se podrá comprobar hasta la noche electoral, y también presenta algunas complicaciones. Lo que necesita Sánchez y el PSOE es movilizar a toda la izquierda y evitar la abstención de toda la clientela potencial, lo cual parece hoy por hoy lo bastante difícil cuando media España esté de vacaciones. La idea de que los ricos se irán y los pobres, los descamisados que decían Alfonso Guerra y Eva Perón, se quedarán a votar al PSOE ya no se aguanta por ningún lado.

Y vamos a Catalunya. Es mucho más que probable que el PP ganará en el conjunto de las Españas excepto en el País Vasco y Catalunya. Y, en el mejor de los casos, dependerá de la victoria socialista en Catalunya que el resultado global se decante a la derecha o a la izquierda. Las elecciones del 23-J son un déjà vu en Catalunya y las ganará el PSC con toda probabilidad, sobre todo si las opciones estrictamente catalanas se vuelven a enredar en disquisiciones y debates que no vienen al caso. Ahora se trata de saber quién es más útil. En Catalunya, el argumento de los socialistas es nítido. Pepe Zaragoza puede volver a colgar aquel cartel de si tú no vas ellos vuelven. Pero los partidos catalanes están obligados a demostrar que son útiles y competentes para frenar cuando menos tanto como se pueda la ofensiva nacionalista española que viene de la derecha, pero que a menudo comparte el PSOE y que podría ser el argumento de la gran coalición PP-PSOE. Ya se ha comprobado una y mil veces que las cosas en Madrid no funcionan igual cuando los grupos parlamentarios catalanes son necesarios para construir mayorías o para aprobar políticas y leyes sectoriales que afectan a los intereses del país. Y también para algo todavía más importante, para dejar constancia de la voluntad de ser de los catalanes. En la mesa de Bernardo el que no está no es contado.

Se ha vuelto a hablar de ir todos a una, pero el momento de la unidad ya pasó. Hacía falta cuando lo que se dirimía era la independencia, aunque fuera de aquella manera como se hizo, y no se supo aprovechar. Para la independencia todo el mundo es necesario, pero la independencia ya no forma parte del guion de estas elecciones, a no ser que sea un argumento repetitivo de PP y Vox contra el PSOE. Si los partidos nacionalistas se vuelven a distraer, el PSC volverá a presentarse como el voto más útil para los catalanes. Una entidad tan poco sospechosa de connivencia con el independentismo, la patronal Foment del Treball, acaba de publicar un informe denunciando la falta de inversiones en Catalunya y el desastre de Rodalies y transportes, que no ha resuelto ni tampoco enderezado el gobierno más progresista de la historia con ministra catalana. El maltrato del Estado afecta al conjunto de la sociedad catalana y eso requiere una respuesta democrática. En Catalunya hay dos partidos de izquierdas que pueden recoger eso que dicen voto progresista pero marcando la referencia de los intereses catalanes. Y en Catalunya hay también un partido de derechas, muy diferente de la derecha española, que también puede aglutinar por su cuenta los votos de los catalanes moderados que en las últimas elecciones municipales se ha pronunciado de manera inequívoca. Conviene que cada uno trabaje el terreno que le es más propio y donde serán más creíbles a ser posible con líderes competentes que demuestren alguna autoridad moral.

Considerar que sin la independencia no hay nada que hacer es una declaración de inutilidad política, porque no se utiliza la fuerza catalana en el Estado ni tampoco se hace la independencia. El gran desafío de los partidos soberanistas es demostrar que son más útiles a la sociedad catalana que los otros

Después de lo que ha pasado en los últimos años, la desconfianza catalana respecto del Estado está absolutamente justificada, pero considerar que sin la independencia no hay nada que hacer es una declaración de inutilidad política, porque a pesar de toda la retórica, ni se utiliza la fuerza catalana en el Estado ni tampoco se hace la independencia. Obsérvese que desde el principio del procés todas las ofensivas se llevaron a cabo procurando ingenuamente no hacerse daño ni perder patrimonio. Esta semana el Parlament le ha retirado el escaño por tercera vez a un diputado electo. Fue el Parlamento catalán quien no quiso investir a Puigdemont presidente, quien consintió la destitución del presidente Torra y quien ahora relevará a la presidenta de la cámara. La sumisión a la legalidad española ha sido total desde un buen comienzo. Ya se votó la supuesta DUI en secreto por si acaso. El Estado se ensañó con la persecución de los independentistas, pero las estrategias de defensa se plantearon, también ingenuamente, buscando una sentencia suave que obviamente no se produjo. ¡Se creó una caja de resistencia para pagar las multas del Estado!!! El mismo gobierno catalán mantuvo los represaliados en sus prisiones. ¿De qué revolución estábamos hablando? Es lógico que mucha gente que era y sigue sintiéndose independentista —porque razones no les faltan— haya perdido la fe en sus representantes y no la recuperarán mientras no les demuestren que su trabajo tiene alguna utilidad. Y trabajo hay mucho por hacer. La lucha por la libertad no se acaba nunca, el país se tiene que seguir haciendo cada día y miles de catalanes son usuarios cotidianos, es decir, víctimas de Rodalies.