Como sabemos la mayoría de hombres y mujeres, por mucho que nos pese aceptarlo, a partir de una cierta edad nunca nos volvemos a enamorar del todo. El amor, como máximo, es uno de los síntomas de nuestro carácter, en el sentido que utilizamos la alteridad para creer que —mediante aquello que los cursis denominan el cuidado— se resolverán nuestros problemas o, cuando menos, crearemos una alianza mínima que nos protegerá del porvenir. Eso no quiere decir que la edad traiga menos ardor vital o corporal, faltaría más, sin embargo, cuando ya hace tiempo que nos afeitemos y depilamos (bueno, todo esto de la capilaridad ha cambiado de estética; pero ya me entendéis), siempre acabamos saltando al vacío asegurándonos que habrá una red que nos recoja. Esto lo saben muy bien Pedro Sánchez y Begoña Gómez, ambos conscientes —y más todavía a día de hoy— que la suya es una alianza sentimental, pero sobre todo una fuente de poder político.

La carta que el presidente español envió a los ciudadanos la semana pasada es un documento histórico que habrá que guardar durante muchos años y del cual tendremos que hacer numerosas tesis. Primero, por la genialidad del tono del escrito, que mezcla la ética del macho protector de toda la vida con el sentimentalismo del hombre deconstruido para el que la salud emocional de su pareja pasa por delante de mantenerse en la trona. Pero la declaración de amor público esconde todavía más material porque, en la línea de la procesización de España, Sánchez acaba haciendo un alehop de trasvase entre los ataques mediáticos, políticos y judiciales que ha recibido él mismo y la salud emocional de su mujer (dicho de otra manera, acusa a sus rivales políticos de perpetrar una violencia de género sistémica). Leída la cosa, un hombre conocido por su condición de killer ha conseguido humedecer las braguitas de la mitad de mujeres de Europa.

Poco importa que el mismo Sánchez hiciera como si lloviera cuando su partido le montaba un ataque parecido a Isabel Díaz Ayuso a causa de los trapis creativos de su compañero con la Hacienda española o como cuando el líder del PSOE se miraba tranquilamente los mismos actores de la derecha mediática ametrallando compulsivamente a su ministra del ramo femenino, Irene Montero. Aquí no estamos hablando de sentimiento ni empatía, sino del poder más crudo que —como nos enseñó hace mucho tiempo mi adorado Thomas Hobbes— consiste en poder escoger las palabras, y por lo tanto los sentimientos, para hacer llegar el agua a tu piscina. Con la famosa carta a los españoles (sabiendo que la Fiscalía lo defendería y que Manos Limpias se haría caquita en los calzoncillos), Sánchez acaba de transformar a su mujer en una reencarnación castiza de Michelle Obama. El tío es un puto genio, hay que admitirlo.

Nadie habla ya del retorno de Puigdemont ni de la financiación singular: todo dios, aunque detengan a la Moreneta, estará pendiente de qué dirá Sánchez el próximo lunes

De hecho, ha sido un auténtico placer ver cómo la mayoría de la cúpula procesista caía en la trampa de una carta que, en Sánchez nada es casual, se anticipaba —ya ves qué cosis tiene la vida— al pistoletazo de salida de la campaña electoral catalana. Todos los lloricas del procés han perpetrado una cosa tan catalana como recordar que, en el fondo, ellos habían sido víctimas de movimientos anteriores sin que el PSOE (¡y sobra decir el PP!) les hiciera ni puñetero caso. El presidente español, en definitiva, ha decidido disfrazarse de líder catalán para acaparar el victimismo y que todo el mundo reme a su paso. La prueba del buen resultado del movimiento es patente: ya llevamos unos cuantos días de campaña y, como pasará de aquí al lunes, nadie ya habla del retorno de Puigdemont ni de la financiación singular: todo dios, aunque detengan a la Moreneta, estará pendiente de qué dirá Sánchez el próximo lunes.

El movimiento de Sánchez ha espoleado a Salvador Illa para que españolice (todavía más) la campaña, situándola a remolque de su capataz enamorado. Sánchez está siendo mucho más útil al líder del PSC mediante su silenciosa ausencia: no está en los mítines, ni puta falta que hace, ya que todo el mundo habla de él. ¡Fijaos si el gesto del líder del PSOE es una cosa del procés, que este sábado incluso veíamos manifestaciones tipo la ANC delante de Ferraz, con centenares de jóvenes peronistas y el Quédate de Quevedo de fondo! Este tampoco es un punto menor porque, en un tiempo donde el votante más joven vive desencantado —qué coño, directamente asqueado— del mundo de la partitocracia, ¡ahora va y resulta que Sánchez les parece la mar de moni incluso a los púberes masculinos! Ver a los españoles haciendo el mismo ridículo que nosotros durante el procés, lo tengo que admitir, tiene cierto aroma de justicia poética-política.

Pase lo que pase con el futuro del presidente, el viento siempre le jugará a favor. Si se va, podrá rentabilizar su estatus de víctima de la politiquería (quién sabe si con una silla de ámbito europeo) y, si decide mantener la presidencia, incluso puede tener la mala sombra de organizar una moción de confianza que obligara a los partidos independentistas a bajarse los pantalones y tener que aguantarlo como líder de la España plural; a poder ser, of course, en plena campaña del 12-M. Estos últimos días no han sido muy felices para Carles Puigdemont, que debe estar revisando el aceite de su famoso automóvil para no quedarse bien solito en la carretera del victimismo. Hay que reconocer que Sánchez dejaría a Maquiavelo como un simple aficionado. No es un hombre enamorado, pero es un político que entiende como, en determinadas circunstancias, si hace falta, te tienes que servir del amor; para sobrevivir.

Bienvenida al mundo de la primera línea política, Begoña.